«Cuando los enigmas habitan la pintura». Román De La Calle, 1998.

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Los acertijos repiten el broma lo que en serio hacen las obras de arte. La semejanza específica con ellos consiste en que lo que ocultan  –como la carta de Poe- se manifiesta y, al manifestarse, se oculta.

Theodor W. Adorno. Teoría Estética

I.
A fuer sincero, he de confesar que cada vez me atraen más las crecientes posibilidades que ofrece el arte como genuino lugar de reflexión. Algo que sin duda, tiene mucho que ver con el hecho de que el carácter virtualmente subversivo o fundamentalmente no idéntico del arte no es nunca ajeno a que el enigma le es, de una u otra manera, siempre inherente. Inherente, incluso, hasta el extremo mismo de poder formular –de la certera mano de Th. Adorno- que “todas las obras de arte, y el mismo, son enigmas”.
Sin embargo, no por ello se tratará, ni mucho menos, de afirmar –por nuestra parte- que el enigma propio de la obra de arte consista en ser –ésta- una especie de particular rompecabezas aún –no- resuelto o en carecer –ella misma- de toda posible significación. Más bien habría que subrayar resueltamente que tal carácter enigmático no es algo externo a la obra de arte sino que, de por sí, pertenece a su misma esencia problemática. Esa es la clave auténtica de la cuestión.
Quizás por ese concreto motivo el enigma esté más allá de ser un estricto problema hermenéutico, que afecte exclusivamente al ejercicio de la crítica de arte, toda vez que “el carácter enigmático del arte sobrevive –incluso- a la interpretación que logra alcanzar una respuesta”, al no estar sólo directamente localizado en aquello que podemos experimentar en la experiencia estética. De hecho el enigma se halla inscrito en la obra de arte como lo heterogéneo, como algo siempre resistente a la interpretación y que exige y postula, más bien, el pleno desarrollo reflexivo en su entorno.
No en vano el arte siempre expresa y oculta simultáneamente. Y, por nuestra parte, somos plenamente conscientes de su carácter enigmático cuando intentamos y nos atrevemos, con insistencia, a transportar la obra hacia ámbitos donde justamente ella misma no puede explicarse, es decir, hacia el dominio de la racionalidad. Y es precisamente en esa coyuntura donde puede, al fin y al cabo, anclarse la reflexión.
¿Por qué no admitir el símil de que el arte sea un camino que corre en paralelo –con sus conexiones y múltiples convergencias- a la reflexión estética?

II.
En toda representación artística –con sus consustancial carácter enigmático- anida directamente la interpretación. Pero a su vez, y por idénticos motivos, ella misma postula y remite complementariamente al ejercicio reflexivo. Y no sólo en lo qu explicablemente respecta al proceso de la recepción, sino asimismo en aquello que hace inmediata referencia al propio proceso de su conformación artística.
No en vano la consciencia enigmática del arte despierta y acrecienta la mediación reflexiva, a la vez que claramente –en el marco de nuestra contemporaneidad- redescubrimos, de forma acentuada, las posibilidades y el singular alcance del arte como genuino lugar de reflexión.
En tal sentido, quisiéramos poner de manifiesto cómo en la práctica artística de Juan Carlos Martínez Nadal se tematiza justamente una especie de interno cuestionamiento del propio quehacer pictórico, a través del ejercicio de la representación pictórica.
Sin duda, en buena parte de la actividad artística actual se lleva a cabo un fructífero encuentro entre la memoria de las imágenes y la pluralidad de procedimientos y estrategias pictóricas, reciclada a su vez –dicha actividad creativa- con el diversificado y eficaz recurso a otros medios expresivos.
Es así como la aparente inmediatez de la práctica artística se trenza, de hecho, con la mirada histórica, a la vez que la reflexión crítica acentúa su paralela proyección sobre el propio quehacer. Sin duda, en tal coyuntura, la resultante mirada sobrecargada deviene protagonista de cuantas metamorfosis de la memoria deambulan por la escena de la representación.
En el caso de Juan Carlos M. Nadal, quizás sea la presencia directa del enigma lo que se plantea como eje representativo, encarnándose en esa persistente citación de inquietantes referentes escultóricos, extraídos del abundante repertorio iconográfico de nuestras catedrales.
Nos reencontramos así, de nuevo, con el peso de la historia rescatado de la cotidianidad arquitectónica que nos rodea. En realidad toda esa galería de figuras, que diariamente nos observan y con las que convivimos en nuestras ciudades, siempre se nos han perfilado como lo heterogéneo y lo enigmático, como la licencia –no por habitual menos misteriosa- capaz de atraer nuestra mirada y nuestros afanes interpretativos.
¿Qué mejor elemento figurativo para acentuar, con su reiterada extrapolación al medio pictórico, la tocadora presencia del enigma en el seno de la propia acción artística?
Es más, el hecho mismo de que tan a menudo sea la fotografía la que asuma a sus expensas dicha tarea de representación no hace, posiblemente, sino enfatizar el deseo de concienciarnos respecto a la presencia –reproducida- de sus huellas inmediatas, como relectura/extrapolación del enigma.
Todo un diálogo virtual se abre así –interdisciplinarmente- entre el quehacer pictórico, la arquitectura, la fotografía y la escultura, en el seno de la propia representación. Y como enlace conceptual –convertido en acicate de la reflexión estética- pasa a primer plano la conciencia del enigma que recorre el mapa de la conformación artística.
Asimismo, el tratamiento de las técnicas mixtas, o en su caso, de los acrílicos sobre tela, ayuda eficazmente –con sus ocultamientos parciales, superposiciones y veladuras- al acrecentamiento de esos efectos distanciadotes que envuelven y subrayan las sugerencias escenográficas en torno a ese espacio ocupado, donde habita el enigma, tan próximo –por otra parte- a la inquietante espiritualidad de la mirada religiosa que anida en la historia.
Posiblemente ese entronque, evidente, entre la pintura de Juan Carlos M. Nadal y sus concretas preferencias por la iconografía religiosa no haga sino incrementar la justificación de nuestras reflexiones en torno al tema del enigma. Sin embargo, nos atrevemos a sugerir –más allá de una lectura inmediatamente referencial de las conexiones entre arte y religiosidad- ese enlace autoconsciente de la propia acción artística respecto a sus consustancial carácter enigmático, tal como venimos exponiendo.
Por ello, a nuestro modo de ver, más que la escueta referencia narrativa –convertida, ciertamente, en motivo descriptivo- se impone el peso y la voluntad autorreferencial del quehacer pictórico. A ello ayuda, posiblemente, tanto el claro y generalizado ascetismo cromático que, por doquier, predomina en sus obras como algunos de los recursos compositivos, acentuadotes de la expresividad y los contrastes, tan próximos a veces al lenguaje cinematográfico en sus picados y contrapicados, en sus primeros planos y en la reduplicación de las imágenes así como en sus articulaciones espaciales.
Pero sería unilateral pasar por alto la riqueza y el cuidado interés con los que es dotado el desarrollo plástico en sus respectivos trabajos. Es ahí donde se hace evidente la autonomía y la capacidad sintetizadora del hecho pictórico, porque tanto el índice de esa posible narratividad en torno al ámbito de lo religioso, como el persistente apunte de su reflexión sobre la agudizada presencia del enigma en las manifestaciones artísticas decaerían –una y otra plenamente- de no hallarse ancladas, con total solidez, en la pertinente conformación pictórica, que nunca podrá, como tal, minimizarse en sus propios valores.
Ciertamente en ese encuentro plural de registros plásticos figurativos y conceptuales es donde se incardina, en realidad, la auténtica paradoja del ejercicio artístico, a caballo siempre entre la autonomía y la funcionalidad.
¿Acaso no es ésa otra de las relevantes polaridades en las que se inscribe y manifiesta la vocación enigmática del hecho artístico? ¿Cómo preservar, a ultranza, la autonomía del arte sin renunciar, por ello, a su posible funcionalidad?
Al fin y al cabo, igual como la vida penetra en el arte, así el arte actúa en la vida, aunque la charnela que posibilita ese complejo engranaje no deje nunca de codearse con los interrogantes que presiden sus respectivas existencias.
De hecho, cuando el enigma habita la pintura –junto a los valores plásticos que la constituyen- nunca está ausente la autorreflexión. No es vano, como ratifica Th. W. Adorno, siempre “los acertijos repiten en broma lo que en serio hacen las obras de arte”.