«Mecanismos para una huida». Álvaro De Los Ángeles, 2002.

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I.
Un personaje que huye hacia adelante reivindica su derecho a equivocarse. Necesita entender que el hueco está repleto de nada; consistente y espumosa nada, como una ilusión fabricada con rayos láser. Un huida hacia adelante no pretende recuperar, sino más bien olvidar la necesidad de seguir recordando; donde lo que fue adquiere la inevitable presencia de lo constante-presente. Pero, un personaje ¿remite siempre a la ficción? ¿Podemos hablar de nosotros como personajes reales? Según la definición, o bien se considera personaje a una “persona importante”, o bien a los protagonistas de una obra cinematográfica o, sobre todo, teatral. O somos eminencias o no somos reales, tal es nuestro destino como personajes. Si nos ponemos al límite de una situación cualquiera, seguramente sólo pueda llevarla hasta el final o bien un acontecimiento dramático o bien la ficción, que incluirá -a su vez- el drama. En cierto modo, el final ya sabemos que siempre se repite, pues el final final, el último, siempre es el mismo.
En la película de Peter Greenaway El contrato del dibujante(1982)1 , el protagonista avanza con el cumplimiento de su encargo inmerso en una espiral de acontecimientos, donde se va intuyendo que el final del contrato puede desembocar en el suyo propio. Ha sido solicitado para realizar una serie de doce dibujos en los que quedarán plasmadas doce vistas de la espléndida mansión de los clientes. Él impondrá una serie de reglas no sólo para poder desarrollar el encargo con garantías a lo largo del periodo de tiempo estipulado, sino para conseguir otro tipo de beneficios más carnales. Sin embargo, lo que en un principio resultaban regalías, se tornan pruebas en su contra. Conforme van tomando forma los dibujos, realizados en conjunto y agrupados y desarrollados a determinadas horas del día, van apareciendo objetos dispuestos en la escena que antes no estaban, rompiendo en cierto modo las estrictas demandas del dibujante. Son estos detalles, al ser incluidos en las escenas y por lo tanto admitidos en los dibujos definitivos, los que determinarán el final. Una escalera que indica la entrada a hurtadillas en una habitación, diferentes prendas y sábanas dejadas a lo largo de un paseo entre arbustos, la presencia de un perro tras una puerta cerrada…, son pruebas que más tarde le incriminarán en una conspiración que él ignoraba.
Dejando aparte el complejo argumento, el desarrollo de la propia historia, la fortuna de los protagonistas, la fantástica ambientación barroca, los planos pictorialistas con largas tomas frontales…, es el uso del dibujo lo que reclama aquí una atención añadida. Por un lado, toda la producción cinematográfica del director británico (especialmente la desarrollada en los años ochenta y primeros noventa) alude a un pictorialismo barroco exacerbado; lleno de detalles y referencias, guiños y juegos físicos y psicológicos.
Por otro, la alusión a técnicas artísticas, tales como pintura, dibujo, arquitectura, fotografía, comisariado de exposiciones, urbanismo, escenografía, teatro…, es constante en su producción cinematográfica, donde los protagonistas a menudo representan a artistas dentro de las historias de sus vidas. Lo que resulta mencionable en este contexto al respecto de esta película es que la utilización del dibujo es, aquí, preámbulo del uso de la fotografía, en cuanto a prueba física -registro- de unos acontecimientos. La acción se sitúa a finales del siglo XVII, alrededor de ciento cincuenta años antes de la aparición de los primeros trabajos realizados con el medio fotográfico y, tal vez por ello, el dibujo y la pintura siguen, por un lado, refiriéndose a la descripción precisa de lo circundante; mientras que por otro y, debido a lo anterior, siguen resultando armas precisas de comparación con la realidad. Son pruebas fidedignas; la técnica, como en otros numerosos casos, se pone al servicio de la necesidad concreta del hombre. En este caso la técnica no es solamente la propia capacidad artística del dibujante sino también la ayuda de un artilugio mecánico que actúa como ventana. Formado por dos rectángulos, uno más cercano a la posición del dibujante y más pequeño que el principal, ambos se unen por un elemento transversal que mantiene la distancia exacta entre ellos para que el ojo pueda fijarse en los detalles sin perder la perspectiva global. En realidad no difiere mucho del juego de ventana reglada y lupa accesoria con que las cámaras fotográficas de medio formato vienen equipadas. El artilugio, que reposa sobre un trípode al igual que puede hacerlo una cámara fotográfica, es un elemento imprescindible de traducción entre la imagen vista a través de la ventana reglada o cuadriculada y el propio papel que, asimismo, contiene idénticas cuadrículas, simplificando y orientando la tarea del dibujante en materias como encuadre y proporción.
Esta película se ha relacionado en ocasiones con el film “Blowup” (1966)2 , de Michelangelo Antonioni, por lo que respecta al descubrimiento involuntario de un crimen a través de la obra de un artista.3 Sin embargo, la diferencia en el descubrimiento del hecho entre un film y otro casi se puede asociar a la propia disparidad en las técnicas artísticas utilizadas. El dibujante va creando poco a poco -y a su pesar e ignorancia- las pruebas que más tarde le incriminarán; el fotógrafo, por su cuenta, descubre a posteriori que, entre las fotografías que ha tomado de una escena aparentemente vulgar, existe un cuerpo tendido en la hierba, muerto. En ambos casos, empero, las pruebas acaban desapareciendo. Los dibujos se consumen al ser arrojados a una hoguera mientras que las fotografías son sustraídas del estudio del fotógrafo. Desaparecen las pruebas, el objeto artístico del debate parece ser sólo importante en cuanto que representa y denuncia (alegórica o más fielmente) un hecho; pero en ninguno de los dos ejemplos consigue nada como prueba final resolutiva de la verdad. En este sentido, el arte no parece poder afirmar más que su presencia sirve para representar, no para ser.
Lo que sí comparten ambas prácticas es la utilización de sendas herramientas. El dibujante nada hace con el artilugio aparte de mirar a través de él para registrar unos datos manualmente sobre un papel; el fotógrafo, por su parte, utiliza la cámara como prolongación de su cuerpo ya que no puede registrar lo que ve a través del visor sino es utilizando ésta mecánicamente. A este respecto, cuando el protagonista del film de Antonioni utiliza la cámara dentro de los límites de su estudio, siempre para realizar fotografías de moda a mujeres, la utiliza como herramienta de seducción y, en ocasiones, casi de violación de identidad, acercándose hasta el exceso a las modelos, colocándose encima de ellas como un ojo hiper curioso que todo lo quiere ver y registrar. Lo que le lleva al protagonista a descubrir el crimen no es ya la propia cámara fotográfica, que es pieza fundamental pero que representa el primer estadio en el proceso, sino la ampliadora, que utiliza como herramienta de acercamiento hacia la prueba. Este proceso de continua ampliación surge a partir de la mirada de terror de la protagonista accidental de la fotografía que dirige su vista hacia los arbustos donde se oculta el asesino anónimo.
La palabra-título de la película escrita junta (Blowup) significa la ampliación de imágenes fotográficas y/o la exageración (hinchar o inflar) de un hecho o acontecimiento; pero también hace referencia como palabras separadas tanto a la explosión física de un objeto o bomba, como al del comportamiento humano, en el sentido de explotar sobre o abroncar a alguien por algún motivo. Aunque desde luego la interpretación válida y su acepción indicada es la que se relaciona con la ampliación de imágenes fotográficas, los análisis que se puedan realizar sobre la película más de un cuarto de siglo después, amplían y dejan más abiertos sus significados.
Toda esta exposición de similitudes y diferencias entre los dos largometrajes tiene como principal meta, lógicamente, la equiparación y contraste entre dibujo y fotografía. Entre lo que tienen de inmediato ambos lenguajes -registro rápido de unos hechos- y lo de diferente; pues mientras dibujar es limitar, perfilar, sombrear manualmente un referente, fotografiar es un hecho mecánico y, en principio, más objetivo.

II.
Las “Notas, 1964-1965”4 del artista Gerhard Richter al respecto de las similitudes y diferencias entre el hecho fotográfico y el pictórico es un texto que aún hoy, tras cuatro décadas de existencia y con los grandes cambios que han influido en la concepción, producción y exhibición de las obras fotográficas, sigue siendo un interesante testimonio. Las escasas ocho páginas que conforman el texto son un conjunto de párrafos concebidos como pensamientos y pequeños descubrimientos al hilo del propio desarrollo técnico y conceptual de su obra.
Emanan de estas notas un intento de desprenderse de peso,  de quitarle lastre a la trascendencia del arte, como si la utilización de referentes fotográficos hicieran si acaso algo más liviano el hecho creativo. Al mismo tiempo, existe una estupenda sensación de libertad, pues basar las pinturas en fotografías preexistentes les exime del gran peso que supone inventar.5
La gran diferencia pues que apunta Richter entre el dibujo y la fotografía es que mientras el primero mantiene consciente y obliga al artista a pensar en proporciones, luz, formas…, la fotografía suprime el consciente, ofreciendo lo que ve, no lo que cree ver o interpreta.6 Y este es un hecho decisivo, una característica diferencial que justifica toda las posibles interpretaciones que se hagan de su trabajo artístico. Pues esa libertad individual de acción (que paradójicamente no es tal para el artista alemán)7 implica concederle un giro al significado de conceptos como creación, artista, individualidad. El artista no quiere soportar el peso de la creación individual, de la marca que supone ser un creador; él prefiere, sin embargo, copiar, calcar a través de un proyector, pues de esta forma deja de ser consciente del referente o modelo para no ver ya más que imágenes que copiar, pintándolas. Por supuesto, queriendo o no, esto deviene finalmente otra marca, una nueva forma de hacer que se torna en actitud  revolucionaria; pues al negar ser uno, se es uno igualmente.
Mientras tanto, Juan Carlos Nadal combina en un mismo espacio dibujos, pintura e imágenes fotográficas; también objetos que nos devuelven una realidad no siempre como la imaginamos o recordábamos, donde los brillos y las aristas afiladas han dado paso a un tiempo que no cuidó muchos sus objetos. O donde los cristales se asocian a la tragedia y nunca más a la protección distante de un documento. Pero, especialmente, las superficies sobre las que trabaja, son como lugares de encuentro entre contrarios. No ya campos de una batalla, pero algo así como puzzles que se completan cuando las piezas, lejos de cuadrar, encuentran su similitud y convivencia a través de las desigualdades físicas y de sus connotaciones significativas desparejas. Como un juego donde gana el que pierde.
En este sentido, los dibujos son utilizados en el conjunto de su obra como bases sobre las que construir híbridos ensamblados, que acaban siendo igualmente dibujos, aunque ahora aparezcan enmascarados con restos de pintura blanquecina, o gris, o parda; como de camuflaje para un existir retratado en blanco y negro.
Atendiendo a las cualidades temáticas, las obras son duras, sin concesiones estéticas (aunque cualquier antiestética sea por sí misma estética), contenidas, dejadas en un punto donde lo más fácil sería seguir rehaciéndolas. Existe un final inesperado, dejado de golpe, como una composición musical que tras el gran estruendo de su parte central se abandona al silencio, que es el final definitivo. Y no podemos más que preguntarnos si los personajes que deambulan por sus obras han perdido o no algo, si son o no conscientes de esa pérdida; si por el contrario lejos de perder, se están encontrando a sí mismos a través del descubrimiento de sus faltas y necesidades, o bien se dejan ir porque no existen directrices que les guíen. El eterno dilema de la decisión personal al abandono o el abandono general de la sociedad personalizado en cada uno de ellos. En este sentido, son personajes que huyen hacia adelante, reivindicando su derecho a equivocarse. Salvo que aquí, aunque los veamos trufados de pinceladas, repletos de referentes anónimos, servidos en bandeja de plata a una ficción que no deja de reinventarse a sí misma, los personajes son, en verdad, personas reales. Con historias propias, unívocas e intransferibles, por mucho que las similitudes parezcan agruparlas en el mismo conjunto y las imágenes puedan robarles una identidad que nunca quisieran entregar.
Aunque bien parece cierto que no existe un interés concreto en personalizar cada uno de ellos, en contar explícitamente cada una de sus historias, resulta casi imposible no plantearse porqué están ahí; y, aún más, qué relación desde esa distancia infranqueable de la representación se crea con nosotros, siendo como somos espectadores continuos de ciertos espectáculos que no parecen tener fin.
Si anteriormente se ha pretendido una equiparación, por sus diferencias, entre los largometrajes “El contrato del dibujante” y “Blowup” para plasmar las características técnicas y la ubicación histórica-artística del dibujo y la fotografía, ahora esta equiparación quiere rebuscar en el uso que hace el artista de cada uno de estos medios. Pues la unión de ambos en un mismo soporte, como un juego de fuerzas vistas desde la perspectiva actual, otorga muy definidos roles a cada uno y crea asimismo diferentes y terceras interpretaciones.
En uno de los cuadros de J. C. Nadal se observa una imagen en blanco y negro que muestra a un grupo de niños negros. Todos se han dirigido hacia donde el fotógrafo ha aparecido, cámara en mano, para plasmar esa situación. Todos exhiben la mejor de sus sonrisas, contentos, veloces, casi se podría decir que felices. El punto donde se sitúa el fotógrafo se ha convertido en un nuevo lugar sagrado al que los felices practicantes se agolpan para ver más de cerca; para tocar incluso, saboreando las mieles de una popularidad anónima y fulgurante.
Diferentes objetos se distribuyen sobre la amplia superficie del lienzo; relación de fuerzas entre ellos; un gran dibujo basado en la escena fotográfica homogeneiza toda la composición, dejando elementos sin definir, perfilando más otros, desenfocando los límites y sus contornos. Jugando con las formas y sus referentes.
En una primera ojeada, las similitudes entre la imagen fotográfica y el dibujo son tan evidentes que el espectador no se plantea siquiera pequeñas diferencias. Teniendo en cuenta, además, que la imagen fotográfica es bastante más pequeña que el dibujo, las diferencias sólo se aprecian tras un mayor detenimiento y acercamiento. El estilo suelto y libre del dibujo contrasta con la lógica abundancia de detalles de la fotografía, aunque eso se explica solo. Sin embargo, los gestos de los niños en el dibujo resucitan toda la teoría desarrollada por Gerhard Richter en sus “Notas, 1964-1965”. Los gestos alegres, las sonrisas en sus caras, las posturas de carrera acercándose al objetivo de la cámara han dado lugar a rostros con muecas de dolor, de incertidumbre; el dibujo, al hacer desaparecer referentes y dejar las figuras inacabadas, puede verse como una mutilación anticipada; una muerte basada en el olvido anónimo, lejos de aquella fulgurante popularidad colectiva. Los cuerpos y las caras han envejecido; no hay más alegría inconsciente, nunca más.
La inconsciencia que puede suponer calcar una fotografía ha dado paso a un dibujo que no copia, sino que más bien interpreta. Toda interpretación supone un trabajo consciente; al realizar un dibujo a partir de la imagen fotográfica, el artista está apoyando su representación con todos aquellos datos que conoce bien. El dibujo ya no es sólo dibujo; no sólo por la aparición de diferentes objetos que desvían la atención hacia otras nomenclaturas y etiquetas, sino porque se ha convertido en un arma social. Más o menos comprometida, más o menos identificable, existe tras su apariencia artística una opinión personal, un cierto posicionamiento político.
Esta conducta es general en sus obras; cuando el dibujo aparece exento, sin referentes a fotografía alguna, sin la compañía de objetos satélite rotando a su alrededor, el espectador sigue formándose una opinión concreta sobre su utilización. Pues el dibujo se utiliza de forma rápida, como un boceto disfrazado de obra definitiva; no muy alejado de la actitud del fotógrafo que realiza rápidas instantáneas y de las cuales una sirve para describir esa situación, sintetizando asimismo todas las restantes.
Los personajes que deambulan por los lienzos, entre los objetos, enmascarados tras alguna tela real como colage de vida, ensanchándose en los grandes fragmentos blancos de papel continuo, son personajes que reivindican su derecho a existir y, como tal, a equivocarse. Una huida hacia adelante que pretende tanto recuperar lo que se perdió como olvidar aquello que no sirve de nada tener presente. Un final final último, inexorable, como una hoja en blanco que, sin embargo, también puede ser de nuevo principio.


Notas
1 “El Contrato del Dibujante”, 1982, Peter Greenaway. Versión VHS: Manga Films S.L. Colección Biblioteca de Cine – Edición Especial. Barcelona, 1999.
2 “Blowup”,1966, Michelangelo Antonioni. Metro-Goldwyn-Mayer. Versión VHS: Turner Entertainment Co. y Warner Home Video, 2000. Colección British New Wave.
3 Esteve Riambau, “Peter Greenaway: La ordenación del caos”, p.6. Manga Films S.L. – Colección Biblioteca de Cine. Edición Especial. 1999.
4 Gerhard Richter, “Notas, 1964-1965”. En “Indiferència i Singularitat. La fotografia en el pensament artístic contemporani”. Colección Llibres de recerca-ART. Museu D’Art Contemporani de Barcelona. Barcelona, 1997. (Ediciones en catalán y castellano)
5 “¿Sabe lo que me encantó? El darme cuenta de que una cosa tan idiota, tan absurda como el simple hecho de copiar una postal podía dar lugar a un cuadro. Y también la libertad de poder pintar todo lo que más me gusta: ciervos, aviones, reyes, secretarias. De ya no tener que inventar, de poder olvidar todo lo que significa la pintura -color, composición, espacio- y todo lo que uno sabía y había pensado. Todo esto dejó de repente de ser una condición previa al arte”. Ibídem. p.19.
6 Ibídem. p.17.
7 “La libertad no existe. Tampoco sabría qué hacer con ella.” Ibídem. p.23.