«Pinturas del mundo flotante». Vicente Gómez, 2009.

Desde principios de los años noventa, en los que comienza su proceso creativo, la obra de Juan Carlos Nadal se caracteriza, cuando menos, por una voluntad abiertamente reconocible de modificar sus propios parámetros semánticos y estéticos en virtud de una profunda inquietud vital. Desde sus inicios, caracterizados por un fuerte componente de hibridación de lo pictórico, lo escultórico y lo fotográfico, en arquitecturas plásticas de una potentísima carga connotativa, la imagen y la mirada eran sometidas a un intenso trabajo de deconstrucción, utilizando desde el extenso terreno de la historia del arte, como en sus series sobre las Gárgolas, hasta  las referencias a la vida personal e intelectual del artista. Esa hibridación sufre su éxtasis y su catarsis, en aquellas series dedicadas a los sin techo de la Beneficencia de Alicante, donde lo fotográfico y lo objetual se convierten en dominadoras casi absolutas del espacio plástico, únicamente salpicado por el elemento pictórico para enfatizar el carácter abiertamente representativo de toda imagen.
Es por esto que pareciera sorprendente el brusco giro hacia la pura pictoricidad que marca su trabajo en el inicio del cambio de milenio; lo fotográfico y lo objetual aparecen residualmente, hasta prácticamente desaparecer del quehacer plástico; en su lugar, la referencialidad y la hibridación de lenguajes que caracterizara su trabajo anterior son sustituidos por una investigación de la potencialidad inherente al campo de la pintura mas pura, hasta elaborar un complejo trabajo plástico donde la presencia del collage es substituida por un discurso mucho mas complejo acerca de la apropiación deconstructiva  del propio collage en cuanto concepto y representación a través de la superposición de puros planos pictóricos en un ejercicio de palimpsesto continuo de diferentes planos de campos de pintura. El resultado de estos ejercicios eran piezas de pura plasticidad pictórica de una potencia visual no digerible fácilmente para espíritus delicados, pero que transcendían esa pictoricidad para formalizar cuestiones semánticas acerca de la construcción de lo pictórico y de su valor para expresar ideas como la relación entre el espacio, la arquitectura, la ciudad y el individuo.
Es por ello que “pinturas del mundo flotante”, su presente exposición, parece, de nuevo, un nuevo giro vital importante en el desarrollo y los preceptos plásticos y semánticos de Juan Carlos Nadal. La poderosa arquitectura descentrada de la cuadricula y el corte de planos pictóricos, el horror vacui, y la gigantomaquia visual, parecen recogerse en una voluntad sintética, de recesión hacia lo íntimo, de pura supeditación a la voluntad de enfatizar la calidad del puro gesto pictórico como hecho plástico y connotativo, que conecta a Juan Carlos Nadal con artistas como David Reed o Ed Moses, en su investigación del gesto como mecanismo constructivo de la arquitectura visual de la imagen. Sus ejercicios suscitan la síntesis y la contención. Como su título genérico indica, son gestos que flotan, serpentean, y se enfatizan en el puro espacio del fondo monocromo. Invitan a recrearse, a apaciguar la mirada, a flotar con ellos en ese mar monocromático de sensaciones puras, intangibles e indefinibles, que parecen el reducto propio de lo visual. Tras su trabajo anterior, Juan Carlos Nadal parece haber dado una cierta tregua al espectador, y lo invita, junto con él, a relajarse, a abstraerse, y como su título indica, a dejarse llevar, a dejarse flotar, por estas serpentinas gestuales que salpican sus últimos cuadros. Sólo puedo invitarles, como hace él, a que se dejen flotar con ellas.