Algo preexiste en el trabajo de Juan Carlos que me habla de la necesidad de abrir una ventana desde el interior y permitir de este modo que algunos detalles de los secretos sean revelados, que lo recóndito sea expuesto en parte tras el tamiz de la máscara, como si de carnaval se tratara, quedando cubiertos aquellos fragmentos sin oquedad que el antifaz no consiguió esconder. Primero fueron cavidades geométricas superpuestas al universo gestual, huecos de visor; es aquí donde interviene el azar o la elección de observar a través de cualquiera de las vistas que elijas: ¿quién, en algún momento de su vida, pudo resistir la tentación de mirar por el ojo de una cerradura? Esa visión nos otorga una secuencia que transita del positivo al negativo y viceversa, o bien nos obsequia con las dos lecturas al unísono, ilusiones ópticas que ya los gestaltistas supieron apreciar.
Podría hablar del paso de una nivelación armónica al contraste del aguzamiento; ésa sería, en resumen, la evolución de Juan Carlos desde su obra anterior a la más reciente. Pero también podría hablar en otros términos y relatar cómo el ángulo es ahora el elemento más representado y cómo los contornos irregulares e imprevisibles vencen a los regulares y perfectos, dando como resultado atraer la atención. Sin embargo estos términos siempre me parecieron, aunque técnicamente precisos, fríos en exceso: en el fondo siempre he pecado de ser demasiado subjetiva.
Deambulando por la Tate Gallery de Londres, In the Hold, de David Bomberg, hizo que me parara en seco. Desde aquel primer momento lo asocié con Nadal. Ahora sé que, para el autor, aquello fue el resultado del tránsito de la figuración a la abstracción (aunque bien conocen los artistas que lo verdaderamente trascendente es la obra en sí, más allá de la lucha absurda entre las diversas formas de representación). También, siguiendo con este intento de analogía, destacaría la relación con Nadal de la obra de Gordon Matta, con sus cortes a edificios y casas mediante los que consigue nuevos espacios.
Y es que, Juan Carlos, admiro tu facilidad de destrucción/construcción sin pereza; éste es el pecado capital que con más frecuencia se apodera de mí. Comentas la interacción de la pintura con los medios informáticos, mucho más rápidos; tanto, que sorprende ver el resultado sin que apenas se haya seguido un proceso temporal. Los medios informáticos son, pues, una herramienta vertiginosa, como nuestras vidas hoy, y, si es cierto que el tiempo no existe, ese camino sería el más lógico y se iría —se irá— haciendo habitual. Pero entonces, ¿donde quedan los olores y el tacto, que tanto me gustan? Se pueden generar de forma artificial, por supuesto, se puede ser un clon o un híbrido… Y lo cierto es que ya no hay marcha atrás, que el progreso dirá, y que, a estas alturas, esa dicotomía ya debería estar superada, pero el verdadero límite surgirá cuando puedan crearse las ideas artificialmente. A pesar de la plasticidad, intuyo el concepto de redes representado en una instantánea: un segundo detenido e incorporado a cada trabajo.
Lo que siempre me ha gustado más es tu lado “escatológico”, sacar partido a la mugre en beneficio del resultado. Me acostumbré con el tiempo a percibir así y, por ello, siguen pareciéndome simulacros las restauraciones exteriores de las catedrales cuyo efecto es demasiado impoluto. “Impresión de huellas por todas partes, de huellas y de restos. Unos jadeos atraviesan, tapizan el espacio. Huellas. Realidad roída.”1. Me recarga ir a tu estudio y contemplar la textura de las manchas de pintura en el suelo, que ya no es gris.
Notas
1 Henri Michaux, Las grandes pruebas del Espíritu y las innumerables pequeñas. Tusquets Editores, SA, Barcelona, 2000, p. 97.