«Ráfagas». Joan Ramón Escrivà, 2012.

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¿Cuándo dejaré de buscar la casa inencontrable donde respira esa flor de lava, donde nacen las tormentas, la extenuante felicidad? (…) Destruida la simetría, servir de pasto a los vientos.

René Cazelles, “De terre et d’envolée” (1953)

El endiablado enojo del mar no parece que fuera la causa del accidente de la fragata Medusa, el navío francés que encalló frente a las costas de África en 1816, sino la ineptitud de su capitán. Cargado de indignación y de furia, Géricault representó el infierno caníbal experimentado por sus supervivientes apiñados y hambrientos durante días sobre una barcaza improvisada hecha de troncos y cuerdas.  La balsa se mantiene a duras penas a la deriva en un balanceo de carne y muerte, entre olas y harapos de tela. La rudimentaria embarcación, en su zarandeo mortal, evidencia la metáfora de la terrible fragilidad del hombre ante la furia desatada de la bestia, aunque también -en su fantástica precariedad- la hazaña mítica de la choza primitiva. Escuchemos a Bachelard: “Así, frente a la hostilidad, frente a las formas animales de la tempestad y del huracán, los valores de protección y de resistencia de la casa se transponen en valores humanos. La casa adquiere las energías físicas y morales de un cuerpo humano. (…) Una casa así exige al hombre un heroísmo cósmico.”

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No menos épico es el combate que se disputa en algunas mentes ante el acecho implacable de la locura. El terrible remolino del miedo, que emerge inexplicable de las entrañas del subconsciente, provoca el trastorno de pánico y éste la consiguiente distorsión de la realidad. Freud relató la historia del artista bávaro Cristóbal Haitzmann quien, durante el verano de 1677, hallándose pintando en una iglesia, fue presa de terribles convulsiones que se repitieron en días sucesivos. Interrogado por el prefecto de la localidad por el posible origen de sus males, el artista confesó que “nueve años antes, en una época de desconfianza en sus dotes artísticas y en la posibilidad de subsistir, había cedido a las sugestiones del demonio”, esto es, el desdichado y melancólico artista había acabado vendiéndole su alma al mismo diablo a cambio de su redención terrenal.
Sigmund Freud fue tajante en su diagnostico: “Haitzmann había caído en honda melancolía; se sentía incapaz de trabajar en su arte, o sin voluntad para ello, y le preocupaba amargamente la idea de una muerte próxima”.

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Es probable que el demonio de la locura persiguiera a Jackson Pollock el día que murió estampado con su coche mientras conducía borracho. Su pintura de chorretones había sido un auténtico diluvio, un torbellino líquido, etílico, mezclado con una cierta dosis de desesperación.
Mark Rothko fermentaría sus calmos campos de color con el pecado de sus estados depresivos. Tras divorciarse de su mujer, la presión de un miserable terror cerebral le indujo a cortarse las venas en 1970.  Love is the devil.
Alguien asoció esta frase a la sinuosa vida de Francis Bacon, el genio perverso que vivió atrapado entre espejos destartalados y que acabó sus días ahogado en la angustia de su propio asma. A Bacon le falló el aire, el vendaval de sus pulmones. Quizás por los remordimientos por el suicidio de su joven amante.

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Llegados a este punto no puedo dejar de acordarme de Strindberg, el escritor, dramaturgo, alquimista. A-tormentado alquimista. También fotógrafo y pintor. Recuerdo sus pequeños óleos de mares enloquecidos por los fuertes vientos. Los infiernos de su mente le hicieron escupir con sus manos sobre los lienzos poderosas madejas de grises y verdes empastados, pinceladas agitadas donde todo se entremezcla y diluye, lugar donde la reposada línea del horizonte bulle hasta dislocarse en vertical en busca de un cielo que arroja su furia sobre el mar. Una caótica y colosal batalla de agua y viento. Y en medio de esa inmensa (y por qué no feliz) fiesta explosiva, una bolla de color rojo se regocija a flote en su acertada levedad. Danza libre y ligera en medio de las embestidas de las olas de un cielo que ya es mar.
Y evoco las palabras del Génesis: “Diluvió por espacio de cuarenta días sobre la tierra, y las aguas, siempre en crecida, levantaron en alto el arca, que flotaba sobre las aguas. Tanto crecieron las aguas sobre la tierra que llegaron a cubrir todos los montes más altos de debajo del cielo. (…) Entonces pereció todo animal que se mueve sobre la tierra, tanto de las aves del cielo como los ganados, bestias y reptiles terrestres y todo ser humano.”