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«La catedral». Alicia Monteagudo, 1998.

Ángeles irónicos de piedra que a la vez son antítesis y sinónimo de humanidad. Un desgarro oblicuo en el cuello retorcido torsionó al alado, provocando la succión de sus ojos hacia profundas cavidades. Oberturas en las bocas, y el líquido verde terroso derramase tras el impulso de la escupida: animal incalificable, necesidad de colisionar tal cúmulo de tensión mediante la acción de expulsar adoptando expresión de desequilibrio. Recorridos marcha atrás donde el sabor de las épocas quedó atrapado en mi garganta, compendio de todos los sentidos.

«10 de cada». Pedro Nuño De La Rosa, 2001.

Solo desde la perspectiva del Arte como elemento decorativo y asumible para cualquier sensualidad al gusto generalizado se puede entender, que no compartir, el que Juan Carlos Nadal no este considerado como uno de los tres artistas fundamentales de su generación, al menos en la Comunidad Valenciana. Porque su obra resulta bastante diferente y diferenciada de los que está al uso y frecuencia de cuanto podemos observar en galerías privadas e institucionales.
Nadal no es un artista de ideologías, sino de ideas. Cualquier “anécdota” o material pueden servirle para expresarse. Por ello es capaz de involucrar una escalera, fotografías repintadas o cristales que intervengan en la percepción de sus imágenes y que la condicionen o modifiquen. Ha trabajado en temas como el ojo humano, las gárgolas, las catedrales y en los mass-media, tomando una foto de cualquier noticia para reconvertirla en una composición que trasciende también a lo estético dentro de los montajes-objetos y los ensamblajes.
En sus creaciones hay una intención deliberada de representar el carácter ilusorio de las imágenes, pero también significar todavía más otras reforzándolas gestualmente como contrapunto. Tan pronto pueden aparecer en iconografías apenas visibles, turbias, intangibles, etc. como si tratara de confundir la frontera entre lo que es real y lo que es imaginario, como concretarse en un determinado elemento, ojo, tachadura, una figura coloreada frente al blanco, grises y negro de las otras, etc. Siempre se sirve de cualquier tipo de material, sea de desecho, o traslúcido como el cristal, que tratado de diversas maneras (por ejemplo barnices) consigue filtrar o irisar una imagen colocada detrás a unos milímetros de distancia. Y por supuesto los acostumbrados lienzos, lonas y cartones de diversas tramas. Este dispositivo entre el collage y soporte superficie, permite superponer e intercalar imágenes a diferentes niveles creando en el espectador una forma de mirar diferente a la habitual planeidad del cuadro. Viene a ser como un juego de aperturas y cerramientos a través de la cual veríamos imágenes borrosas, indefinidas, inquietantes, dudosas, etc. para inmediatamente concretarse en una figura manipulada con tachaduras sobre los ojos. Una opacidad que nos incita a reflexionar sobre el misterio y la belleza o la fealdad aparente de las personas o cosas, como si el dispositivo fotográfico hubiese fallado la toma, pero que al mismo tiempo nos provoca a concretarla voluntariamente ofreciendo una imagen más plástica al yuxtaponer lo que él denomina “ausencias y presencias”. Definitivamente y aquí, la idea se ha impuesto a la facturación, el gesto a la narración, la simbiosis a la sintaxis. No hay truco.
Recordar la expresión que acabamos de ver un instante antes, es hacerlo mentalmente de manera perturbada, como si le diéramos otra vuelta de la tuerca al impresionismo y al expresionismo en blanco y negro, retornándolo a la fotografía contra la que nació. Podría hablar de una tentativa de captar el proceso de memoria y silente y del olvido de las formas aprendidas. O de la tensión entre aparición y desaparición, entre lo que retenemos y lo que va desapareciendo en la papelera del disco furo por falta de espacio. La imaginación del suceso que se produce sensorialmente en la retina del espectador le preocupa, quizás más, que la obra misma decodificada en el quebrantamiento e interrelaciones tripartitas de la fotografía, la pintura y los materiales superpuestos.

«Fragmentos, ruinas, reflejos en el cristal». Ricardo Forriols, 2002.

Se puede pintar con lo que se quiera, con pipas, con sellos de correos, con postales, con naipes, con candelabros, con trozos de hule, con cuellos postizos, con papel pintado, con periódicos. A mí me basta con ver el trabajo, hay que ver el trabajo, se evalúa el valor de una obra por la cantidad de trabajo realizado por el artista. Contrastes delicados, las líneas paralelas, un oficio de obrero, a veces el objeto mismo, en ocasiones una indicación, en otras una enumeración que se individualiza, menos suavidad que rudeza.
Guillaume Apolinaire

Después de ensayar distintos enfoques acerca de la obra de Juan Carlos Nadal, pensando qué y cómo debía ser este texto, he ido perdiendo el tiempo sin darme cuenta, tomando notas aquí y allá, organizándolas sin llegar a nada concluyente. Sin embargo, tras un prolongado reposo, en el mejor de los casos, hay algunas ideas que permanecen; ideas singulares como la que apuntaba Sigmar Polke cuando dice que es necesario castigar al arte a través de la dispersión de géneros y estilos.
En realidad, la rotundidad de Polke es sólo un detonante que me conduce siempre, una y otra vez, a través de las palabras de Apollinaire1, a referirme al collage, término de origen francés que hace alusión al encolado y, en un sentido más amplio, al conjunto de materiales de distinto origen y naturaleza adheridos, mezclados, sobrepuestos en un soporte en el que se combinan elementos pintados y pegados, en una amalgama de papeles, fotografías, telas y pinceladas que se complica con la inclusión de maderas y objetos tridimensionales haciendo de la pintura un assemblage.
La objetualidad se convierte por este camino, el del collage, en una afirmación de la pintura transformada en pieza a partir de la hibridación de disciplinas, de materiales, de la pintura con objetos cotidianos recontextualizados. Un desplazamiento que a lo largo del siglo XX se consolida y llega a extremos radicales con el desbordamiento del contorno y la ocupación del espacio, en la quiebra definitiva de la representación renacentista: el Proun de El Lissitzky, considerado como trasbordo entre la pintura y la escultura o, en un sentido similar, Kurt Schwitters y el desarrollo completo de la idea de Merz en su propia casa de Hannover (el Merzbau), sobre las paredes de la cual fue depositando diversos materiales hasta conformar una construcción fantástica, una gran gruta abstracta2.
Pero antes, el collage adquiere su sentido a partir de la aparición de ciertos detalles —texturas, tipografía de imprenta, números estarcidos— en las obras de los pintores cubistas, una estrategia para recuperar la representación de la realidad, atajando un proceso de análisis que les había conducido a las puertas de la abstracción. Se trataba de signos de lo real que hacia el verano de 1912 ya no se pintan sino que directamente se incorporan a los cuadros, se pegan papeles pintados, hules estampados, recortes de periódicos, etiquetas, etc., dando lugar a los primeros papiers collés de Braque y Picasso3.
Efectivamente y resuenan las palabras de Apollinaire, en la obra de arte cabe todo, de todo, asumidos los parámetros de una obligada interdisciplinaridad que se debe en buena medida a aquella provocación de la vanguardia histórica —especialmente el dadaísmo y el surrealismo—, a su compromiso social y político dirigido hacia la formulación de un cambio revolucionario4; incluso, a cierta noción de lo azaroso fundamentada en la introducción del automatismo en nuevos procedimientos, más o menos inconscientes, que sustituyeron las recetas académicas para la realización de obras maestras. Provocaciones que se materializan en una estética de lo cutre que responde a esa otra utopía vanguardista de que todo el mundo es o puede ser artista y, porqué no, a cierta implantación del bricolage, donde se puede descubrir la (im)pericia manual y caprichosa muchas veces, las imperfecciones y la improvisación, en obras de fabricación casera que plantean una ruptura con el acabado, con el mismo proceso5.
Lo que subyace a esta práctica es también una acumulación de preguntas directas sobre el significado y la función del arte, preguntas camufladas, metamorfoseadas en la experimentación de los procesos artísticos, de su límite. Ese límite que dibuja en sus bordes una aparente ruptura con la historia del arte, remarcando con entusiasmo el proceso de liberalización y autonomía de los valores plásticos que se iniciaba en el siglo anterior, a través de un enfrentamiento radical y decidido —anarquista— desde esa supuesta dejadez impelida por la necesidad de llegar a los límites en la representación, del propio arte, de su misma idea.
Surge entonces el objet trouvé como un intento de elevar lo cotidiano, los objetos de desecho, a una categoría estética que busca una conciliación entre el arte y la vida, desmitificando la realidad. El paradigma se sigue encontrando, desde 1913 y por más que nos pese, en los ready made de Marcel Duchamp —sus cositas—, en los que se funde el trabajo artesanal y el gesto creativo, insólito, que supone la denominación artística y voluntaria de un objeto ya fabricado sobre el que se interviene mínimamente, intelectualmente.
Un tiempo después, a mediados de los años cincuenta, es Robert Rauschenberg quien insiste en esta idea desde las operaciones neodadaístas de sus combine paintings, mezcla de pintura, imágenes reproducidas mecánicamente y objetos. Rauschenberg declaraba: «Cuando he empleado objetos reales, nunca he pretendido trascender su propio sentido ni obligarle a parecer otra cosa. Desplazo la forma habitual de ver un objeto mediante un nuevo contexto, pero no intento transformarlo en otra cosa. Si los objetos o las imágenes que empleo poseen una carga simbólica, ésta debe ser distinta para cada uno de nosotros. No pretendo despertar en el público la conciencia de mi propio arte, sino hacerle tomar conciencia de su vida»6.
Recapitulando: una suma razonable de lo dicho hasta aquí nos aporta argumentos válidos, quizás marginales, para contextualizar y aproximarnos a una deriva —la de Juan Carlos Nadal, de regreso a la pintura— que surge con obras de apariencia dura, fuertemente estructuradas, en las que el hierro como soporte se funde con la fotografía, con insistencia en la mirada, en el motivo de unos ojos que reclaman nuestra atención; que cambia, después, los armazones de hierro oxidado por composiciones geometrizantes de retales pintados y pegados, de nuevo entretejidos con imágenes fotográficas del cuerpo; y que madura, abocada al paisaje, a la arquitectura, en una propuesta heterogénea donde confluyen las fotografías en blanco y negro, las maderas deterioradas, los papeles desgarrados, los cristales, cualquier fragmento, todo ello hilvanado por pinceladas sutiles pero efectivas, intuitivas, que a través del gesto reencuadran y completan las imágenes.
Así, al recorrer sus márgenes, las mismas dudas, es posible advertir que las estrategias esgrimidas por Juan Carlos Nadal no son otras que cierto castigo al arte —como decía Sigmar Polke— desde una dispersión, comedida, de fondo, contra la aparición de imágenes que se sienten superadas, ya hechas; por otro lado, el collage, el ensamblaje de soportes y materiales diversos así como la mezcla y corrupción de lenguajes en la confección de cuadros-objeto; incluso, frente a la potencial presencia de la fotografía, las últimas incorporaciones de ‘objetos encontrados’ y los montajes de piezas tridimensionales que habría que poner en relación, también, con los procesos de hibridación definidos a finales de los setenta7.
Haciendo acopio de telas, fotografías, papeles y pigmentos, maderas y cachivaches, de las huellas y restos que en cualquier momento acaban formando parte de una obra, parece que se nos olvida uno de los argumentos que quedaban apuntados al principio y que sirven para centrarnos, más si cabe, en una segunda deriva en la obra de Juan Carlos Nadal: la de lo poético —aquellas gárgolas en la noche, las arquitecturas góticas, sus filigranas desgastadas— a través de lo político, desde cierto compromiso social que se materializa en el reflejo de esa otra realidad, la de los inmigrantes, los excluidos, la de las víctimas de conflictos de todo tipo, extraídas de las páginas tramadas de la prensa.
Se trata de imágenes elegidas por su crudeza a partir de vínculos emotivos, de impacto, entre la mirada y el conocimiento de la realidad, de lo que ocurre8. La emulsión paradójica del resultado final —la incorporación de esas fotografías, ampliadas, en los cuadros— revela personajes anónimos y desdibujados sobre los que Nadal mancha y perfila, quizás rescribiendo su historia, apropiándosela para devolverla a nuestro mundo enloquecido, incidiendo en un sentido simbólico del que participan, a su vez, las mismas imágenes y objetos: abandonados a su suerte como las pateras en el Estrecho, recuperados en cualquier playa.
Sin embargo, en las obras más recientes, el ejercicio del dibujo adquiere un protagonismo importante en ese intento de recuperar las calidades pictóricas, llegando a reemplazar con sus materiales insignificantes, tan esenciales, a la fotografía. Un dibujo, un grafismo sensible en el que llama la atención la calidez del trazo, la expresividad y gestualidad de la línea, de la mancha y el borrón que, con todo y recordando algunos de los trabajos de Arnulf Rainer, quizás no alcanzan a imponerse a la presencia un tanto fantasmal de lo fotográfico, todavía como esbozo, como referente y punto de partida documental, fragmentario, subjetivo, sobre el que se ensayan escenas, encuadres o formatos.
Figuras fotográficas o siluetas dibujadas, los personajes de Nadal parecen denunciar el plano que ocupamos como espectadores —la ubicación de la cámara—, nos reclaman y espían como aquellos ojos entrecortados por las planchas de hierro. Y, quizás, la mirada más dura de sostener sea la de esos niños que nos increpan detrás de las alambradas, en el regazo de sus madres o solos, en el medio de la calle, apuntándonos con su fusil de madera. Los niños —meninos da rúa—, sus rostros y miradas forzadas a hacerse mayores, adultas y duras, a fuerza de la violencia, del conflicto, de tantos abusos.
El niño, una vez más, que «se siente inmortal; mejor dicho, está fuera de eso de la muerte y la inmortalidad: se siente eterno. Se siente eterno porque vive por entero en el momento que pasa. Oye hablar de la muerte, ve acaso morir, mata animales, pero no comprende la muerte. Si habla de ella es como habla de tantas otras cosas que tampoco comprende»9; el niño también está presente en esos montajes de estilo póvera y chabólico10 en los que, a mi parecer, la producción de Nadal adquiere su punto más atractivo, amueblando el espacio como ruinas de lo que nunca fue o acaso sí.
En estas piezas, símbolos del desbordamiento de la pintura, de su pintura contaminada, ha estado trabajando Juan Carlos Nadal en los últimos dos años, intermitentemente. Fueron una manera de abrir los parámetros de su obra, antes de la aparición del dibujo —quizás a la par—, y en ellas vemos potenciados sus materiales, sus estrategias: esa manera de castigar al arte, ese empleo del collage, esa objetualidad premeditada.
Armadas con maderas y cristales, con fotografías, dibujos y collages, a caballo entre la pintura y la escultura, entre el assemblage y la instalación; en estas piezas encontramos, puntualmente, los restos de un cubo decorado con motivos infantiles, el macuto polvoriento de ir a la escuela o un pupitre, ese pupitre, escenario de tantas historias, soporte y ‘mundo’ de buena parte de nuestra vida.
Sobresale en el esquema la presencia repetida de la escalera, alrededor de la cual se ordena todo; de esa estructura compartimentada, geométrica, que sirve de soporte sobre el que ir componiendo, contra la pared, vertical u horizontalmente, los distintos elementos y ciertos fragmentos de pintura —cada vez más—, todo ello visible tras sucesivas capas de cristal sujetas por clavos y tornillos que presionan hasta ese punto en que podrían quebrarse; de cristales superpuestos, con sus efectos de transparencia y fragilidad, con su carácter protector —casi como una última capa de barniz, desigual—, que devuelven nuestra imagen en un juego de imposibles que nos incorpora, nuevamente, a la obra.
En este sentido y para acabar, detengámonos ante la evidencia de ese pupitre apoyado sobre cristales rotos, encerrado entre cristales, en la particular prisión de un espacio intransitable —quién sabe si eso que no se comprende cuando niño—; un espacio vacío de imágenes, presidido por el ojo, siempre el ojo, ese ojo que es ahora sólo un trazo oscuro, negro, que nos mira, pintado, que todo lo ve.
Detengámonos pues en aquel pupitre, la Gran madre; y en ese espacio en el que nos introducimos siquiera a través de nuestro reflejo, teatralmente, como fantasmas; y en ese ojo de mirada frágil, evocador y violento. Sin duda, una de sus composiciones más refinadas y en la que suceden verdaderos encuentros, donde confluye a su manera mucho de lo señalado aquí sobre Juan Carlos Nadal.


Notas
1 Guillaume Apollinaire, Meditaciones estéticas. Los pintores cubistas, Visor, La Balsa de la Medusa, Madrid, 1994, pág. 43-44.
2 Ver Javier Maderuelo, El espacio raptado, Mondadori, Barcelona, 1990; y AA.VV., Kurt Schwitters, IVAM, Generalitat Valenciana, 1995.
3 Ver Douglas Cooper, La época cubista, Alianza, Madrid, 1993; y Herta Wescher, La historia del collage. Del cubismo a la actualidad, Gustavo Gili, Barcelona, 1980.
4 El collage pero sobre todo el fotomontaje, desde los años veinte, han tenido un componente importante de crítica social desde su visión particular del entorno. Como escribió Hans Richter: «El estilo imperante y una presentación convencional no resultaban adecuados para las revistas, los manifiestos, las cubiertas de los libros, los carteles y los impresos. Hacía falta alguna cosa nueva. Todo el mundo recortaba fotos para unirlas en collages agresivos; se les añadían dibujos, también recortados; se enganchaban trozos de periódicos, cartas viejas o todo lo que caía en sus manos… y todo esto estaba destinado a hacerle tragar a un mundo enloquecido su propia imagen»; en Historia del dadaísmo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1973, pág. 119.
5 Esteban Pujals Gesalí nos ofrece una visión de las obras de vanguardistas domingueros, como dice, en las que «aparecen clavos y no tornillos porque era de noche y estaban cerradas las ferreterías, donde la obra registra en el corte de un listón, en la palidez de una tabla, que su autor no tuvo ganas o tiempo o dinero para procurarse un serrucho o para darle al fondo una segunda capa de pintura.» ‘Prólogo. Decir contra los fantasmas’, en Juan Antonio Ramírez, Papel marmolado (33 soñetos), Ediciones Libertarias, Madrid, 1992, pág. 11-12.
6 Citado por Fernando Huici en ‘Robert Rauschenberg, la ruptura’, El País, 9 de febrero de 1985; artículo reproducido en Libertad de exposición. Una historia del arte diferente, Ediciones El País, Madrid, 2000, pág. 183-187.
7 Ver Mau Monleón, La experiencia de los límites. Híbridos entre escultura y fotografía en la década de los ochenta, Diputación de Valencia, Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 1999.
8 Incluso, teniendo en cuenta esa condición de la fotografía que nos devuelve la realidad de una manera muchas veces impúdica, señalando que aquello que vemos ha ocurrido, demostrando la evidencia que nos obliga a reconocer la fatalidad natural de que lo fotografiado es/fue/ha sido real, vivo; tal y como acertó a señalar Roland Barthes en La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Paidós, Barcelona, 1992.
9 Miguel de Unamuno, ‘Recuerdos de niñez y de mocedad’, en Recuerdos e intimidades, Tebas, Madrid, 1975, Pág. 43.
10 El término está tomado del texto Juan Ugalde ‘Del bloque a la chabola… (and back again)’, publicado en el catálogo de su exposición, con el mismo título, en la Galería Soledad Lorenzo, Madrid, octubre-noviembre de 2000.

«Mecanismos para una huida». Álvaro De Los Ángeles, 2002.

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I.
Un personaje que huye hacia adelante reivindica su derecho a equivocarse. Necesita entender que el hueco está repleto de nada; consistente y espumosa nada, como una ilusión fabricada con rayos láser. Un huida hacia adelante no pretende recuperar, sino más bien olvidar la necesidad de seguir recordando; donde lo que fue adquiere la inevitable presencia de lo constante-presente. Pero, un personaje ¿remite siempre a la ficción? ¿Podemos hablar de nosotros como personajes reales? Según la definición, o bien se considera personaje a una “persona importante”, o bien a los protagonistas de una obra cinematográfica o, sobre todo, teatral. O somos eminencias o no somos reales, tal es nuestro destino como personajes. Si nos ponemos al límite de una situación cualquiera, seguramente sólo pueda llevarla hasta el final o bien un acontecimiento dramático o bien la ficción, que incluirá -a su vez- el drama. En cierto modo, el final ya sabemos que siempre se repite, pues el final final, el último, siempre es el mismo.
En la película de Peter Greenaway El contrato del dibujante(1982)1 , el protagonista avanza con el cumplimiento de su encargo inmerso en una espiral de acontecimientos, donde se va intuyendo que el final del contrato puede desembocar en el suyo propio. Ha sido solicitado para realizar una serie de doce dibujos en los que quedarán plasmadas doce vistas de la espléndida mansión de los clientes. Él impondrá una serie de reglas no sólo para poder desarrollar el encargo con garantías a lo largo del periodo de tiempo estipulado, sino para conseguir otro tipo de beneficios más carnales. Sin embargo, lo que en un principio resultaban regalías, se tornan pruebas en su contra. Conforme van tomando forma los dibujos, realizados en conjunto y agrupados y desarrollados a determinadas horas del día, van apareciendo objetos dispuestos en la escena que antes no estaban, rompiendo en cierto modo las estrictas demandas del dibujante. Son estos detalles, al ser incluidos en las escenas y por lo tanto admitidos en los dibujos definitivos, los que determinarán el final. Una escalera que indica la entrada a hurtadillas en una habitación, diferentes prendas y sábanas dejadas a lo largo de un paseo entre arbustos, la presencia de un perro tras una puerta cerrada…, son pruebas que más tarde le incriminarán en una conspiración que él ignoraba.
Dejando aparte el complejo argumento, el desarrollo de la propia historia, la fortuna de los protagonistas, la fantástica ambientación barroca, los planos pictorialistas con largas tomas frontales…, es el uso del dibujo lo que reclama aquí una atención añadida. Por un lado, toda la producción cinematográfica del director británico (especialmente la desarrollada en los años ochenta y primeros noventa) alude a un pictorialismo barroco exacerbado; lleno de detalles y referencias, guiños y juegos físicos y psicológicos.
Por otro, la alusión a técnicas artísticas, tales como pintura, dibujo, arquitectura, fotografía, comisariado de exposiciones, urbanismo, escenografía, teatro…, es constante en su producción cinematográfica, donde los protagonistas a menudo representan a artistas dentro de las historias de sus vidas. Lo que resulta mencionable en este contexto al respecto de esta película es que la utilización del dibujo es, aquí, preámbulo del uso de la fotografía, en cuanto a prueba física -registro- de unos acontecimientos. La acción se sitúa a finales del siglo XVII, alrededor de ciento cincuenta años antes de la aparición de los primeros trabajos realizados con el medio fotográfico y, tal vez por ello, el dibujo y la pintura siguen, por un lado, refiriéndose a la descripción precisa de lo circundante; mientras que por otro y, debido a lo anterior, siguen resultando armas precisas de comparación con la realidad. Son pruebas fidedignas; la técnica, como en otros numerosos casos, se pone al servicio de la necesidad concreta del hombre. En este caso la técnica no es solamente la propia capacidad artística del dibujante sino también la ayuda de un artilugio mecánico que actúa como ventana. Formado por dos rectángulos, uno más cercano a la posición del dibujante y más pequeño que el principal, ambos se unen por un elemento transversal que mantiene la distancia exacta entre ellos para que el ojo pueda fijarse en los detalles sin perder la perspectiva global. En realidad no difiere mucho del juego de ventana reglada y lupa accesoria con que las cámaras fotográficas de medio formato vienen equipadas. El artilugio, que reposa sobre un trípode al igual que puede hacerlo una cámara fotográfica, es un elemento imprescindible de traducción entre la imagen vista a través de la ventana reglada o cuadriculada y el propio papel que, asimismo, contiene idénticas cuadrículas, simplificando y orientando la tarea del dibujante en materias como encuadre y proporción.
Esta película se ha relacionado en ocasiones con el film “Blowup” (1966)2 , de Michelangelo Antonioni, por lo que respecta al descubrimiento involuntario de un crimen a través de la obra de un artista.3 Sin embargo, la diferencia en el descubrimiento del hecho entre un film y otro casi se puede asociar a la propia disparidad en las técnicas artísticas utilizadas. El dibujante va creando poco a poco -y a su pesar e ignorancia- las pruebas que más tarde le incriminarán; el fotógrafo, por su cuenta, descubre a posteriori que, entre las fotografías que ha tomado de una escena aparentemente vulgar, existe un cuerpo tendido en la hierba, muerto. En ambos casos, empero, las pruebas acaban desapareciendo. Los dibujos se consumen al ser arrojados a una hoguera mientras que las fotografías son sustraídas del estudio del fotógrafo. Desaparecen las pruebas, el objeto artístico del debate parece ser sólo importante en cuanto que representa y denuncia (alegórica o más fielmente) un hecho; pero en ninguno de los dos ejemplos consigue nada como prueba final resolutiva de la verdad. En este sentido, el arte no parece poder afirmar más que su presencia sirve para representar, no para ser.
Lo que sí comparten ambas prácticas es la utilización de sendas herramientas. El dibujante nada hace con el artilugio aparte de mirar a través de él para registrar unos datos manualmente sobre un papel; el fotógrafo, por su parte, utiliza la cámara como prolongación de su cuerpo ya que no puede registrar lo que ve a través del visor sino es utilizando ésta mecánicamente. A este respecto, cuando el protagonista del film de Antonioni utiliza la cámara dentro de los límites de su estudio, siempre para realizar fotografías de moda a mujeres, la utiliza como herramienta de seducción y, en ocasiones, casi de violación de identidad, acercándose hasta el exceso a las modelos, colocándose encima de ellas como un ojo hiper curioso que todo lo quiere ver y registrar. Lo que le lleva al protagonista a descubrir el crimen no es ya la propia cámara fotográfica, que es pieza fundamental pero que representa el primer estadio en el proceso, sino la ampliadora, que utiliza como herramienta de acercamiento hacia la prueba. Este proceso de continua ampliación surge a partir de la mirada de terror de la protagonista accidental de la fotografía que dirige su vista hacia los arbustos donde se oculta el asesino anónimo.
La palabra-título de la película escrita junta (Blowup) significa la ampliación de imágenes fotográficas y/o la exageración (hinchar o inflar) de un hecho o acontecimiento; pero también hace referencia como palabras separadas tanto a la explosión física de un objeto o bomba, como al del comportamiento humano, en el sentido de explotar sobre o abroncar a alguien por algún motivo. Aunque desde luego la interpretación válida y su acepción indicada es la que se relaciona con la ampliación de imágenes fotográficas, los análisis que se puedan realizar sobre la película más de un cuarto de siglo después, amplían y dejan más abiertos sus significados.
Toda esta exposición de similitudes y diferencias entre los dos largometrajes tiene como principal meta, lógicamente, la equiparación y contraste entre dibujo y fotografía. Entre lo que tienen de inmediato ambos lenguajes -registro rápido de unos hechos- y lo de diferente; pues mientras dibujar es limitar, perfilar, sombrear manualmente un referente, fotografiar es un hecho mecánico y, en principio, más objetivo.

II.
Las “Notas, 1964-1965”4 del artista Gerhard Richter al respecto de las similitudes y diferencias entre el hecho fotográfico y el pictórico es un texto que aún hoy, tras cuatro décadas de existencia y con los grandes cambios que han influido en la concepción, producción y exhibición de las obras fotográficas, sigue siendo un interesante testimonio. Las escasas ocho páginas que conforman el texto son un conjunto de párrafos concebidos como pensamientos y pequeños descubrimientos al hilo del propio desarrollo técnico y conceptual de su obra.
Emanan de estas notas un intento de desprenderse de peso,  de quitarle lastre a la trascendencia del arte, como si la utilización de referentes fotográficos hicieran si acaso algo más liviano el hecho creativo. Al mismo tiempo, existe una estupenda sensación de libertad, pues basar las pinturas en fotografías preexistentes les exime del gran peso que supone inventar.5
La gran diferencia pues que apunta Richter entre el dibujo y la fotografía es que mientras el primero mantiene consciente y obliga al artista a pensar en proporciones, luz, formas…, la fotografía suprime el consciente, ofreciendo lo que ve, no lo que cree ver o interpreta.6 Y este es un hecho decisivo, una característica diferencial que justifica toda las posibles interpretaciones que se hagan de su trabajo artístico. Pues esa libertad individual de acción (que paradójicamente no es tal para el artista alemán)7 implica concederle un giro al significado de conceptos como creación, artista, individualidad. El artista no quiere soportar el peso de la creación individual, de la marca que supone ser un creador; él prefiere, sin embargo, copiar, calcar a través de un proyector, pues de esta forma deja de ser consciente del referente o modelo para no ver ya más que imágenes que copiar, pintándolas. Por supuesto, queriendo o no, esto deviene finalmente otra marca, una nueva forma de hacer que se torna en actitud  revolucionaria; pues al negar ser uno, se es uno igualmente.
Mientras tanto, Juan Carlos Nadal combina en un mismo espacio dibujos, pintura e imágenes fotográficas; también objetos que nos devuelven una realidad no siempre como la imaginamos o recordábamos, donde los brillos y las aristas afiladas han dado paso a un tiempo que no cuidó muchos sus objetos. O donde los cristales se asocian a la tragedia y nunca más a la protección distante de un documento. Pero, especialmente, las superficies sobre las que trabaja, son como lugares de encuentro entre contrarios. No ya campos de una batalla, pero algo así como puzzles que se completan cuando las piezas, lejos de cuadrar, encuentran su similitud y convivencia a través de las desigualdades físicas y de sus connotaciones significativas desparejas. Como un juego donde gana el que pierde.
En este sentido, los dibujos son utilizados en el conjunto de su obra como bases sobre las que construir híbridos ensamblados, que acaban siendo igualmente dibujos, aunque ahora aparezcan enmascarados con restos de pintura blanquecina, o gris, o parda; como de camuflaje para un existir retratado en blanco y negro.
Atendiendo a las cualidades temáticas, las obras son duras, sin concesiones estéticas (aunque cualquier antiestética sea por sí misma estética), contenidas, dejadas en un punto donde lo más fácil sería seguir rehaciéndolas. Existe un final inesperado, dejado de golpe, como una composición musical que tras el gran estruendo de su parte central se abandona al silencio, que es el final definitivo. Y no podemos más que preguntarnos si los personajes que deambulan por sus obras han perdido o no algo, si son o no conscientes de esa pérdida; si por el contrario lejos de perder, se están encontrando a sí mismos a través del descubrimiento de sus faltas y necesidades, o bien se dejan ir porque no existen directrices que les guíen. El eterno dilema de la decisión personal al abandono o el abandono general de la sociedad personalizado en cada uno de ellos. En este sentido, son personajes que huyen hacia adelante, reivindicando su derecho a equivocarse. Salvo que aquí, aunque los veamos trufados de pinceladas, repletos de referentes anónimos, servidos en bandeja de plata a una ficción que no deja de reinventarse a sí misma, los personajes son, en verdad, personas reales. Con historias propias, unívocas e intransferibles, por mucho que las similitudes parezcan agruparlas en el mismo conjunto y las imágenes puedan robarles una identidad que nunca quisieran entregar.
Aunque bien parece cierto que no existe un interés concreto en personalizar cada uno de ellos, en contar explícitamente cada una de sus historias, resulta casi imposible no plantearse porqué están ahí; y, aún más, qué relación desde esa distancia infranqueable de la representación se crea con nosotros, siendo como somos espectadores continuos de ciertos espectáculos que no parecen tener fin.
Si anteriormente se ha pretendido una equiparación, por sus diferencias, entre los largometrajes “El contrato del dibujante” y “Blowup” para plasmar las características técnicas y la ubicación histórica-artística del dibujo y la fotografía, ahora esta equiparación quiere rebuscar en el uso que hace el artista de cada uno de estos medios. Pues la unión de ambos en un mismo soporte, como un juego de fuerzas vistas desde la perspectiva actual, otorga muy definidos roles a cada uno y crea asimismo diferentes y terceras interpretaciones.
En uno de los cuadros de J. C. Nadal se observa una imagen en blanco y negro que muestra a un grupo de niños negros. Todos se han dirigido hacia donde el fotógrafo ha aparecido, cámara en mano, para plasmar esa situación. Todos exhiben la mejor de sus sonrisas, contentos, veloces, casi se podría decir que felices. El punto donde se sitúa el fotógrafo se ha convertido en un nuevo lugar sagrado al que los felices practicantes se agolpan para ver más de cerca; para tocar incluso, saboreando las mieles de una popularidad anónima y fulgurante.
Diferentes objetos se distribuyen sobre la amplia superficie del lienzo; relación de fuerzas entre ellos; un gran dibujo basado en la escena fotográfica homogeneiza toda la composición, dejando elementos sin definir, perfilando más otros, desenfocando los límites y sus contornos. Jugando con las formas y sus referentes.
En una primera ojeada, las similitudes entre la imagen fotográfica y el dibujo son tan evidentes que el espectador no se plantea siquiera pequeñas diferencias. Teniendo en cuenta, además, que la imagen fotográfica es bastante más pequeña que el dibujo, las diferencias sólo se aprecian tras un mayor detenimiento y acercamiento. El estilo suelto y libre del dibujo contrasta con la lógica abundancia de detalles de la fotografía, aunque eso se explica solo. Sin embargo, los gestos de los niños en el dibujo resucitan toda la teoría desarrollada por Gerhard Richter en sus “Notas, 1964-1965”. Los gestos alegres, las sonrisas en sus caras, las posturas de carrera acercándose al objetivo de la cámara han dado lugar a rostros con muecas de dolor, de incertidumbre; el dibujo, al hacer desaparecer referentes y dejar las figuras inacabadas, puede verse como una mutilación anticipada; una muerte basada en el olvido anónimo, lejos de aquella fulgurante popularidad colectiva. Los cuerpos y las caras han envejecido; no hay más alegría inconsciente, nunca más.
La inconsciencia que puede suponer calcar una fotografía ha dado paso a un dibujo que no copia, sino que más bien interpreta. Toda interpretación supone un trabajo consciente; al realizar un dibujo a partir de la imagen fotográfica, el artista está apoyando su representación con todos aquellos datos que conoce bien. El dibujo ya no es sólo dibujo; no sólo por la aparición de diferentes objetos que desvían la atención hacia otras nomenclaturas y etiquetas, sino porque se ha convertido en un arma social. Más o menos comprometida, más o menos identificable, existe tras su apariencia artística una opinión personal, un cierto posicionamiento político.
Esta conducta es general en sus obras; cuando el dibujo aparece exento, sin referentes a fotografía alguna, sin la compañía de objetos satélite rotando a su alrededor, el espectador sigue formándose una opinión concreta sobre su utilización. Pues el dibujo se utiliza de forma rápida, como un boceto disfrazado de obra definitiva; no muy alejado de la actitud del fotógrafo que realiza rápidas instantáneas y de las cuales una sirve para describir esa situación, sintetizando asimismo todas las restantes.
Los personajes que deambulan por los lienzos, entre los objetos, enmascarados tras alguna tela real como colage de vida, ensanchándose en los grandes fragmentos blancos de papel continuo, son personajes que reivindican su derecho a existir y, como tal, a equivocarse. Una huida hacia adelante que pretende tanto recuperar lo que se perdió como olvidar aquello que no sirve de nada tener presente. Un final final último, inexorable, como una hoja en blanco que, sin embargo, también puede ser de nuevo principio.


Notas
1 “El Contrato del Dibujante”, 1982, Peter Greenaway. Versión VHS: Manga Films S.L. Colección Biblioteca de Cine – Edición Especial. Barcelona, 1999.
2 “Blowup”,1966, Michelangelo Antonioni. Metro-Goldwyn-Mayer. Versión VHS: Turner Entertainment Co. y Warner Home Video, 2000. Colección British New Wave.
3 Esteve Riambau, “Peter Greenaway: La ordenación del caos”, p.6. Manga Films S.L. – Colección Biblioteca de Cine. Edición Especial. 1999.
4 Gerhard Richter, “Notas, 1964-1965”. En “Indiferència i Singularitat. La fotografia en el pensament artístic contemporani”. Colección Llibres de recerca-ART. Museu D’Art Contemporani de Barcelona. Barcelona, 1997. (Ediciones en catalán y castellano)
5 “¿Sabe lo que me encantó? El darme cuenta de que una cosa tan idiota, tan absurda como el simple hecho de copiar una postal podía dar lugar a un cuadro. Y también la libertad de poder pintar todo lo que más me gusta: ciervos, aviones, reyes, secretarias. De ya no tener que inventar, de poder olvidar todo lo que significa la pintura -color, composición, espacio- y todo lo que uno sabía y había pensado. Todo esto dejó de repente de ser una condición previa al arte”. Ibídem. p.19.
6 Ibídem. p.17.
7 “La libertad no existe. Tampoco sabría qué hacer con ella.” Ibídem. p.23.

«Homeless dépeindre». Fernando Castro Flórez, 2002.

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Los artistas radicales se enfrentan ahora a una elección –desesperar o recurrir a la última salida: la pintura. La naturaleza discursiva de la pintura es útil desde el punto de vista de la persuasión debido a que constituye una red de representaciones nunca conclusa1.

Más allá de los discursos funerarios (valdría decir mejor notariales) o literalmente reaccionarios (anclados en una “originariedad” de una cierta práctica artística), es oportuno recordar la idea de John Berger de que la pintura es una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente apareciendo y desapareciendo: “posiblemente, sin la desaparición no existiría el impulso de pintar; pues entonces lo visible poseería la seguridad, (la permanencia)que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad”2. La corporeidad de la pintura tiene un potencial expresivo difícilmente parangonable. Podemos pensar que  la pintura tiene una condición de escenario de la expresión de la personalidad y la individualidad, provisto, como he indicado, por su enraizada naturaleza corporal; en última instancia, la pintura puede llegar a comportarse como una metáfora, incluso como el equivalente de la actividad sexual y, por supuesto, es el lugar de una proyección psíquica tremendamente enérgica3. Por otro lado, la territorialidad del cuadro experimento en la modernidad una considerable transformación o, en otros términos, un cambio de escala (no solamente de tamaño o técnica) al mismo tiempo que comenzaba a deslizarse la cuestión tradición de la representación hacia la problemática del acontecimiento. Desde Pollock se plantea el problema de cómo asumir la transformación de la pintura en charcos en el cuadro, cómo mantenerse en el terreno de lo informe, allí donde el registro del trazo y del indicio son los acontecimientos fundamentales: la agresión que marca. “Llegado a un punto se hizo patente que el acercamiento a esta figura sólo podría acometerse por medio de la bassese, agachándose, descendiendo por debajo de la figura hasta el terreno de lo informe. Y también se hizo claro que el mismo acto de agacharse sólo podría registrase por medio de un trazo o indicio, es decir, a través de la mancha que atravesaría el acontecimiento desde dentro, transformándolo en un acto de agresión y marca, indicio o clave”4. Alicia Monteagudo ha realizado una poética descripción de la actividad pictórica de Nadal que enlaza con el desbordamiento de lo pictórico que comienza en el expresionismo abstracto, subrayando la dimensión escatológica: “Todo quedó depositado sobre el suelo. Pedazos de papel minúsculos cohabitaban entre restos de telas semidobladas. Colillas, zapatos, herramientas, botes y clavos se habían ido anclando en este espacio; las maderas también iban perdiendo su primera función. Puñados de pigmento y polvo fueron la prolongación y el medio que constituía el nuevo nexo de unión. El desorden para poder componer, constituir desde lo sedimentado o ir elevándose por las paredes, en estas los chorretones de pintura los conectaban, grafismos y restos derivados del resultado, mitad del recorrido, palabras cómplices de las obras que sobre todo fueron presentes”5. En el estudio ciertamente las superficies están marcadas por la suciedad, pero también por una decisión personal, como sucede con un papel que contemplé en su estudio en el que aparecían claramente las huellas de haber caminado por encima de ellos. Nadal manifiesta una fascinación por las superficies enrarecidas (ajenas a la ideología de la pureza del medio pictórico, legitimadora de una cierta idea de lo moderno), apropiándose de lo que Schnabel llamó cualidad etnográfica del material utilizado para pintar6: antes de comenzar a realizar ningún gesto, el espacio ya está pintado, la superficie que se ha dispuesto está dinamizada.
Este pintor, extremadamente lúcido y técnicamente muy dotado, despliega lo que podría llamarse una estrategia de canibalismo cultural: lo mismo utiliza imágenes de los medios de comunicación de fotografías personales, referencias a la tradición artística o elementos arquitectónicos, como sucedió en su serie sobre la catedral. Hay una actitud de infiltración y sabotaje en el flujo icónico pero también una especie de combate contra la represión cultural y, por supuesto, contra las convenciones que acotan la práctica de la pintura, lo que, de suyo, le conduce hasta una subversión crítica del formalismo. La maestría compositiva de Nadal consigue que su tendencia al barroquismo no sofoque a la obra, antes al contrario deja espacios de incertidumbre en los que contemplación y la interpretación puede derivar sin estar guiadas por una concreta articulación de “consignas” o efectos de sentido. En la práctica de apropiación asume, consciente o inconscientemente, posiciones que le acercan a las propuestas que se desarrollaron en los años ochenta en una estética que supuso una definición potente de lo postmoderno. “Las descripciones formales del arte modero eran topográficas, organizaban la superficie de las obras de arte en orden a determinar sus estructuras, mientras que ahora se hace necesario pensar en la descripción como una actividad estratigráfica. Esos procedimientos de cita, extracto, encuadre y escenificación, constitutivos de las estrategias que utilizan las obras de las que he hablado antes, exigen el descubrimiento de estratos de representación. No hace falta decir que no buscamos fuentes u orígenes, sino estructuras de significación: debajo de cada imagen hay siempre otra imagen”7. Esa estratigrafía, fácilmente reconocible en Nadal y, por supuesto, en Sanleón con el que mantiene un diálogo constante, no conduce, en ningún sentido, hacia un cultismo pseudo-erudito, ni hacia una fosilización irónica, antes al contrario, revelan un ánimo artístico rebelde, en el que lo diferente interviene en la obra sin que neutralice su diferencia. El bricolage plástico de este creador, esa yuxtaposición deliberadamente problemática de estilos heterogéneos e imágenes, confluye con planteamientos contemporáneos que intenta desbordar la pintura en una dialéctica muy intensa tanto con lo fotográfico como con lo objetual. Claude Lévi-Strauss recuerda como, en un sentido antiguo, bricoleur se aplica al juego de pelota y de billar, a la caza y a la equitación, pero siempre para evocar un movimiento incidente: “el de la pelota que rebota, el del perro que divaga, el del caballo que se aparta de la línea recta para evitar un obstáculo. Y, en nuestros días, el bricoleur es el que trabaja con sus manos, utilizando medios desviados por comparación con el hombre de arte”8. Cuando introduzco la noción de bricolage en el campo de la pintura estoy remitiendo a una actividad que implica un arreglárselas uno con lo que tenga, la necesidad de trabajar con un conjunto finito de instrumentos y de materiales heteróclitos.
Es indudable que Nadal tiene una capacidad extraordinaria para manejar distintos procedimientos plásticos9, sin por ello tender hacia el manierismo ni tampoco hacia una fascinación por los procedimientos técnicos. “La pintura de Nadal consigue desde su vertiente poética y gracias a los apropiados juegos combinatorios de materias y acabados (papel, tela, planchas; lisos, rugosos, oxidados), coloraciones (ocres, grises, negros, blancos) la posibilidad de sugerir, evocar y provocar otros juegos: tanto de índole perceptiva como de fundamentación psicológica, por no mentar siempre problemática y excitante relación abstracción/figuración en el intrincado juego de ocultación/desvelamiento”10. En realidad, esas dicotomías corresponden a un tipo de problema artístico superado, siendo propiamente esa barra o espacio intermedio (hermeneútico) el que ofrece mayores posibilidades creativas y teóricas. Las junturas o bisagras de las polaridades y las periferias conceptuales o materiales van ganando importancia al mismo tiempo que proliferan poéticas que tienen mucho de reciclaje o, como he indicado, bricolage. Ahora bien, lo propio del pensamiento mítico, como del bricolage en el plano práctico, consiste en elaborar conjuntos estructurados, “no directamente con otros conjuntos estructurados, sino utilizando residuos y restos de acontecimientos; odds and ends, diría un inglés, o, en español, sobras y trozos, testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad”11. Nadal introduce, en uno de sus catálogos, una mínima consideración en la que enlaza la noción de resurgimiento con la sensación de que “el objeto reclama ser transferido de contexto”12, lo que supone, ciertamente, una legitimación poética del método collage, que desde las vanguardias hasta la contemporaneidad ha determinado vertebralmente el sentido de lo artístico13. Nadal, sin caer jamás en el pastiche, ensambla, en el cuadro, materiales en apariencia incompatibles, pero también sedimenta toda clase de imágenes;  podemos recordar, en relación con los planteamientos de este pintor, tanto la forma híbrida de impresión de Rauschenberg o lo que Ullmer ha llamada poscrítica (combinación de collage y montaje)14. Hablando de la serie de Nadal sobre la catedral señalaba Román de la Calle que “todo un diálogo virtual se abre así –interdisciplinarmente- entre el quehacer pictórico, la arquitectura, la fotografía y la escultura, en el seno de la propia representación. Y como enlace conceptual, -convertido en acicate de la reflexión estética- pasa a primer plano la conciencia del enigma que recorre el mapa de la conformación artística”15. Nadal cubría, con pintura, las imágenes fotográficas de la catedral, dotaba de mayor protagonismo, al independizarlas, a las monstruosas gárgolas, fragmentaba el espacio plástico con diferentes superficies en las que la mancha o el vacío eran determinantes. Este creador cobra conciencia de lo que lo insignificativo puede mostrarse sólo dentro de una estructura muy vasta, al mismo tiempo que revela, plásticamente, que una notación (una vez citada) no es significativa ni insignificativa: le hace falta un contexto ya analizado. Pienso en obras más recientes en las que colocado, sobre el lienzo, una banqueta o una cartera y un rollo de cuerda, como contrapuntos objetuales a la imagen de un niño disparando o al trazo infantil de unas flores, en una disposición de collage o apropiación en la que las referencias están desmanteladas.
“La desintegración del signo –que parece ser el gran asunto de la modernidad- está ciertamente presente en la empresa realista, pero de una manera en cierto modo regresiva, ya que se hace en nombre de una plenitud referencial, mientras que, hoy en día, se trata de lo contrario, de vaciar el signo y de hacer retroceder infinitamente su objeto hasta poner en cuestión, de una manera radical, la estética secular de la “representación”16. No cabe duda de que Nadal comparte esa intención de vaciar el signo, sin perder, por ello, un potencial crítico o, por lo menos, la esperanza de generar otro tipo de sentido. Su actitud pictórica remite a una nueva verosimilitud, muy diferente de la antigua, puesto que en ella ya no interviene el respeto a las leyes del género, ni siquiera su mascara, sino que procede de la intención de alterar la naturaleza tripartita del signo para hacer de la anotación el mero encuentro entre un objeto y su expresión. Tenemos que tener en cuenta que la descripción,  entendida en la situación contemporánea, supone un copiar lo que ya está copiado17, una travesía entre los simulacros y la vertiginosa expansión de una cartografía fotográfica del mundo, en ese impulso a “captar el momento”. Nadal sondea los secretos ocultos de la cuestión fotográfica18, subrayando una opacidad “que nos incita a reflexionar sobre el misterio y la belleza o la fealdad aparente de las personas o las cosas, como si el dispositivo fotográfico hubiese fallado la toma, pero que al mismo tiempo nos provoca a concretarla voluntariamente ofreciendo una imagen más plástica al yuxtaponer lo que él denomina “ausencias y presencias”19. El campo expandido de lo fotográfico designa la capacidad para asumir lo diferente, para revisar su propia tradición y aludir a otras poéticas, manteniendo siempre un sutil espesor icónico. Las prácticas de hibridación, como las de Nadal, se inscriben en el interés surgido en los años noventa por la estrategia intersticial de lo fotográfico. Rosalind E. Krauss ha indicado que la noción de pluralismo estético debe ser reemplazada por una descripción más eficaz del arte del presente, atendiendo a la noción de index; se ha producido un pasaje de la categoría de icono a la de index, así como un desplazamiento teórico, donde una estética de la mimesis, de la analogía y de la semejanza da paso a una estética de la huella, del contacto, de la contigüidad referencial: transición del orden de la metáfora al de la metonimia20. La fotografía produce lo real, crea unas condiciones fabulosas de visión21, pero también vela, en su enfoque, aspectos del mundo, inmediatamente declarados marginales. Nadal utiliza la fotografía, en sus obras recientes, para indicar lo que debería tomarse en cuenta, un universo de pobreza que es, literalmente, invisible.
Las construcciones pictóricas transtocadas de Nadal tienen una mezcla de presencia y, al mismo tiempo, una manifestación de una procesualidad que la socava. Derrida sostiene que sólo porque no hay presencia plena es posible la experiencia, entre otras cosas, de la obra de arte22. Hay una disolución consciente de la lógica, todavía moderna, del original23, en beneficio de una estética híbrida en la que la referencia no es dogmática. “Si el arte posmoderno es referencial, lo cierto es que sólo hace referencia “a la problematización de la actividad de la referencia”. Por ejemplo, puede “robar” tipos e imágenes para desarrollar una “apropiación” de cariz crítico –tanto respecto a una cultura en la que las imágenes son mercancías, como a una práctica estética que permanece (nostálgicamente) apegada a un arte de originalidad”24. Sin duda, en la obra de Juan Carlos Nadal hay un radical cuestionamiento de la pintura25, tanto en el uso de ciertos materiales y procedimientos cuanto por la deliberada introducción de citas iconográficas, en las que no hay tanto una revisión histórica cuanto una preocupación formal26. Con todo, este artista se agarra, obsesivamente, a un régimen imaginario que no pierde lo concreto, aspira a conseguir un emplazamiento crítico. A veces nos domina el miedo a perder todas las imágenes o incluso retorna la ansiedad infantil ante la pesadilla de la sustracción violenta de los ojos en el proceso de la dualidad monstruosa. La diferencia de lo idéntico supone también la manifestación de la disimetría, anclada tanto en el deseo cuanto en la lógica de la mirada27. Kracauer señaló que nunca ha habido una época tan informada sobre sí misma, gracias a la fotografía, aunque propiamente ese aluvión de fotos derrumba los diques de la memoria y así “nunca ha habido un periodo que supiera tan poco de sí mismo”. Vivimos en el tiempo de la atrofia de la experiencia (extendiéndose el imperio de la amnesia) y, por ello, sufrimos una especie de desgarro epidérmico en el que todo queda reducido a nada. En Más allá del principio del placer, advierte Freud que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como un teatro de la muerte28. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado, “de ese desmembramiento surge la presencia de una reminiscencia”29. Nuestra dislocación es, sin duda, demasiado cínica para comprender que hemos convertido al mundo en un lugar inhóspito en el que la pobreza es, antes que nada, algo culpable, una lacra que nuestros ojos no son capaces de soportar, acaso porque tiene una poderosa cualidad especular.
Nadal ha realizado la serie Hogar dulce hogar (2001) como resultado del taller que desarrolló en un centro de acogida de transeúntes en Alicante. En sus fotografías, de una cotidianeidad abismal, se hace visible la pobreza, esa temporalidad sofocante en la que los sujetos carecen de todo y, sin embargo, encuentran cada día una pequeña esperanza a la que aferrarse. Este artista ha demostrado que tiene una honda preocupación política y así ha reflejado situaciones de desigualdad en el mundo, como cuando pinta a unos niños de Senegal, moviéndose entre el juego y el horror, a una figura que lleva a un bebé a la espalda, meditando sobre el dolor y los efectos de la guerra. El conflicto no está solo más allá de nuestras fronteras: la violencia y los sistemas de exclusión comienzan con nosotros mismos. “Considerada la naturaleza del juego actual, la miseria de los excluidos –que en otro tiempo fue considerada una desgracia provocada colectivamente y que, por lo tanto, debía ser solucionada por medios colectivos- sólo puede ser redefinida como un delito individual”30. Como acertadamente advierte Bauman, los pobres no son los marginados de la sociedad de consumo, derrotados por la competencia feroz, más bien son los enemigos declarados de la sociedad. En la lógica de la exclusión31 es determinante la figura del pobre como aquel que no puede ajustarse a la norma, sujetos frente a los que la sociedad reacciona con una mezcla de temor y repulsión pero también con misericordia y compasión. Nos complace pensar que la pobreza es un “destino” o una determinada relación (o falta de ella) con los bienes, cuando en sentido preciso es un estatuto social32. Necesitamos, en última instancia, volver a los excluidos, literalmente, invisibles33, mantenerlos, permanentemente, fuera de lugar, ajenos a nuestro efecto de club34. Al mismo tiempo, los medios de comunicación “se acercan” constantemente a la miseria, aunque como señaló Walter Benjamín hay en esa práctica “fotográfica” un afán en convertir en objeto de consumo el dolor ajeno y la desigualdad. Abundan los agentes o mercenarios “que montan un gran tralará con su pobreza y que se preparan para una fiesta con el vacío que abre sus fauces por aburrimiento. No podrían instalarse más confortablemente en una situación inconfortable”35. Amparándose, a veces, es la necesidad de la imagen documental arrojan los medios de comunicación carnaza a la mala conciencia occidental, buscando conmover ante espectáculos de dolor que incluso llegan a calificarse como “inexplicables” o inhumanos cuando pertenecen precisamente a nociones antagónicas a esas manejadas ideológicamente. Pierre Bordieu señaló que la fotografía misma no es, con mucha frecuencia, más que la reproducción de la imagen que fabrica un grupo de su propia integración36, y por tanto podríamos señalar que las imágenes de la pobreza muestran lo que está desintegrado, aquello que sólo puede reaparecer en una “liturgia visual” que es, propiamente, un escamoteo. Nadal fotografía a los homeless, aquellos que están desplazados forzosamente en una sociedad adoradora del turismo (entregada a la movilización permanente), para hacer visible lo olvidado, sin por ello adoptar un punto de vista “representativo” o introducirse en las tendencias cínicas, nombradas anteriormente, que tratan con lo otro solo para reducirlo a lo mismo.
Podríamos aceptar, con Kracauer, que la planetarización de los medios de comunicación y la conversión de la mirada en “dispositivo fotográfico” abrieron una tendencia a la destrucción de los procesos cognitivos y mnemónicos. Frente a la amnesia de la modernidad o la complacencia en los escándalos pactados a los que llegó la rutinarización de la estrategia del shock, surgen tipologías seriales que tienen carácter paratáctico, en las que se enfatiza la relativa homogeneización de fuentes y materiales, “y su ostentosa desdramatización y desespacialización de la dinámica del collage, el collage en cuanto archivo se define como una mera colección de imágenes-citas, ordenadas de acuerdo con el principio de la alineación archivística, con su colación lapidaria y monótona, con una cosa situada al lado, o después, de la otra”37. El archivo necesita de una domiciliación, esto es, de una asignación de residencia; se trata de consignar reuniendo los signos, formas un concepto en general, capturar todos los sujetos en sus formas de habitar, hacer fotografías para apartar la pulsión de pérdida38. Podemos aceptar que el archivo es una invocación, tiene lugar en el desfallecimiento originario y estructural de la memoria. Los homeless son, obviamente, sujetos que han quedado fuera de ese archivo (otro nombre como he indicado del domicilio) que ofrece legitimidad, su precaria existencia está sometida, simultáneamente, a la ficha y a la pérdida: a lo penal y a lo psiquiátrico. Nadal renuncia, por tanto, a una estructura serial o post-minimalista al tratar la imagen de aquellos que están en los bordes de la sociedad, apartándose, por supuesto, del discurso fotográfico “tipológico”, para atender más bien a una cotidianeidad no teatralizada, esto es, a una situaciones en las que el voyeurismo está de más39. Este artista sabe que está enfrentándose a una realidad inhóspita (insisto: carente de domicilio), vale decir, siniestra. Lo siniestro se da cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad, en la acepción de Freud es lo “íntimo-hogareño” que ha sido reprimido y ha retornado de la represión: algo incómodo, familiar, pero, simultáneamente, disimulado. Todo afecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia: “lo siniestro no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar en la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión”40.
La imagen fotográfica (una suerte de pantalla) tiene una relación explícita con el deseo y la memoria, pero también con aquello que no se quiere ver, con un inconsciente colectivo o con la parte maldita, con el reverso de aquella realidad que habitamos. Nadal ha hecho posible que la realidad reprimida, esa miseria culpabilizada, retorne como una descripción pictórica, aunque el soporte sea fotográfico. Siguiendo planteamientos cercanos a la idea de Darío Villalba de la transmutación de la fotografía en pintura, atiende a unas situaciones marginales en las que hay una hondura existencial extraordinaria. “Vindicación y reivindicación de lo excluido; de lo expulsado. De los residuos; del resto; de lo que falta… “Es en los residuos”, ha escrito Ernst Jünger, “donde hoy en día se encuentran las cosas más provechosas”. Allí, seguramente, encontraremos lo que falta: el resto, que por serlo, es parte maldita, parte excluida. A los críticos les toca buscar entre las basuras; los residuos, los restos. Lo que nadie quiere, ni siquiera para construirse una dudosa reputación de maldito…”41. Ciertamente, Nadal crea a partir de los restos, allí donde se ha producido la maldición social, pero también a partir de una superficie (la de la pintura) que parecería, por momentos, estar cercada por el anatema. Ha tenido que recurrir, en primera instancia, al testimonio fotográfico, para introducir una distancia: “La fotografía nos muestra una realidad anterior y aunque da una impresión de idealidad, no se la recibe nunca como algo puramente ilusorio: es el documento de una “realidad de la que nos hallamos fuera de alcance”42.Al mirar los ojos de un retrato sentimos un reto, ese cuerpo intangible reclama una proximidad emocional: una vez más la cualidad indicial sostiene el goce de la mirada. Pero cuando contemplamos a los hombres fuera de lugar tenemos que apartar la mirada o, como sucede en la obra de Nadal, advertimos que los ojos están tachados. Clandestinidad, violencia, miseria monumental: ese negro trazo que niega la visión es el signo de tiempo que, enfermo de narcisismo, se niega a contemplar el reflejo de sus estrategias de exclusión. Pero, precisamente, cuando la transgresión está completamente retorizada43, es necesario encontrar nuevos intersticios, superar los tópicos que de una forma maniquea o pseudo-evolutiva piensan que ciertos lenguajes, como el de la pintura, están periclitados. Puede que sea la pintura misma ese último refugio del mito estético de la individualidad, una herramienta válida para deconstruir o, mejor, desmantelar, las ilusiones del presente: “Puesto que la pintura está íntimamente vinculada a la ilusión, ¿qué mejor vehículo puede haber para la subversión?”44. Entre las obras últimas de Nadal está el cuadro con una superficie manchada al limpiar los pinceles y unos sujetos localizados, valga la paradoja, en un no-sitio, una figura en cuclillas, marcada por esa negrura que le tacha los ojos, o una inquietante escultura realizada con una pila de periódicos entre la que están sedimentados cristales rotos. Entre la información que arroja al olvido todo lo urgente y la imagen artística que reclama la atención a un efecto global, el punctum de la fotografía el placer del dibujo, en la confluencia de los textos de los desplazados y la mirada mecánica de la cámara, allí donde objeto y pintura pueden fusionarse como restos de un conflictos, en ese espacio que es puro desamparo ha creado Nadal una obra que es sencillamente ejemplar: un testimonio pictórico que se adentra en el abismo tremendo de nuestra época.


Notas

1 Thomas Lawson: “Última salida: la pintura” en Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 164.

2 John Berger: Algunos pasos hacia una teoría de lo visible, Ed. Ardora, Madrid, 1997, p. 39.

3 “Painting at its best can become and expression of personhood and individuality –perhaps their last refuge- to the extent it becomes and original psychic art” (Donald Kuspit: The Rebirth of Painting in the Late Twentieth Century, Cambridge University Press, Cambridge, 2000, p. 2).

4 Rosalind E. Krauss: “La transgresión está en el ojo del espectador” en Creación, n° 6, Instituto de Estética y Teoría de las Artes, Madrid, Octubre 1992, p. 44.

5 Alicia Monteagudo: “Saltos en el vacío” en Nadal. Pasajes, Espai d´Art A. Lambert, Xàbia, 1997.

6 Cfr. Julian Schnabel entrevistado por Catherine Millet en Art Press, París, Enero de 1987, reproducido en el catálogo de Julian Schnabel, Palacio de Revillagigedo, Gijón, 1995, p. 81.

7 Douglas Crimp: “Imágenes” en Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 186.

8 Claude Lévi-Strauss: El pensamiento salvaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1984, p. 35.

9 “Existe una variedad de procedimientos en el trabajo de Juan Carlos Nadal, situación que repite a la hora de observar los materiales empleados: madera, metal, cristal, etc. Se trata una vez más de establecer una amalgama de lenguajes autónomos que, en el momento de interactuar, terminan por confeccionar un lenguaje único que sería, a la postre, el lenguaje plástico del autor” (Rafael Prats Ribelles: “El espacio como imagen del tiempo” en Nadal. Pasajes, Espai d´Art A. Lambert, Xàbia, 1997).

10 Wences Rambla: “La mirada que observa y es contemplada” en Nada, Sala Municipal de Exposiciones, Alicante, 1995.

11 Claude Lévi-Strauss: El pensamiento salvaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1984, pp. 42-43.

12  Nadal: texto en Nadal. Pinturas, Centro Cultural de la Generalitat Valencia, Sala Joven, Alicante, 1995.

13 “El paradigma de lo contemporáneo es el collage, tal como fue definido por Max Ernst, pero con una diferencia: Ernst dijo que el collage es “el encuentro de dos realidades distantes en un plano ajeno a ambas”. La diferencia es que ya no hay un plano diferente para distinguir realidades artísticas, ni esas realidades son tan distantes entre sí” (Arthur C. Danto: Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Ed. Paidós, Barcelona, 1999, p. 28).

14 Cfr. Gregory L. Ullmer: “El objeto de la poscrítica” en La posmodernidad, Ed. Kairós, Barcelona, 1985, pp. 125 y ss.

15 Román de la Calle: “Nadal: cuando los enigmas habitan la pintura” en Nadal. La catedral, símbolo de una renuncia, Centro Excursionista de Valencia, 1998.

16 Roland Barthes: “El efecto de realidad” en El susurro del lenguaje, Ed. Paidós, Barcelona, 1987, p. 187.

17 “Describir [dépeindre] es […] remitir de un código a otro y no de un lenguaje a un referente. Así, el realismo no consiste en copiar lo real sino en copiar una copia (pintada) […] Por obra de una mimesis secundaria (el realismo) copia de lo ya está copiado” (Roland Barthes: S/Z, Ed. Siglo XXI, México, 1980, p. 46.

18 “El procedimiento más obvio para el desarrollo de esta tendencia que sondea los secretos ocultos de la cuestión fotográfica, el rastro público de la memoria confidencial, pasaría por utilizar los propios medios fotográficos, piezas aisladas de información, repitiéndolas, cambiando su escala, alterando o destacando sus colores, para así revelar las estructuras ocultas del deseo que condicionan nuestra forma de pensar” (Thomas Lawson: “Última salida: la pintura” en Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 163).

19 Pedro Nuño de la Rosa: “Nadal” en 10 De cada, Diputación de Alicante y Caja de Ahorros del Mediterráneo, 2001, p. 53).

20 Cfr. Rosalind E. Krauss: “Notas sobre el índice” en La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos, Ed. Alianza, Madrid, 1996, pp. 209-223.

21 “La fotografía, siempre situada entre las bellas artes y los medios de comunicación, es la herramienta privilegiada de una exigencia de realismo que no puede satisfacerse con una producción de objetos autónomos, ni tampoco con la reproducción, por muy distanciada y crítica que sea, de imágenes preexistentes. A través de la reactualización del modelo de la reproducción, como norma histórica de una descripción llamada “realista”, la cuestión de lo “real” es lo que se actualizado, puesto al día y restituido a la experiencia del que mira” (Jean-Francois Lyotard: “El cuadro y los modelos de la experiencia fotográfica” en Indiferencia y singularidad. La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, Ed. Llibres de Recerca, MACBA, Barcelona, 1997, p. 211).

22 “La presencia significaría la muerte. Si la presencia fuera posible, en el sentido pleno en el que un ser que es ahí donde está, que se aparece pleno ahí donde está, si esto fuera posible no existiría ni Van Gogh ni la obra de Van Gogh, ni la experiencia que nosotros tenemos de esa obra” (Jacques Derrida entrevistado por Peter Brunette y David Wallis: “Las artes espaciales” en Acción Paralela, n° 1, Madrid, Mayo 1995, p. 19).

23 Comentando una obra de Sherrie Levine de 1978 en la que el perfil de Kennedy está ocupado por una madre con su hija en brazos, señala Douglas Crimp que no se puede, ahí, localizar la obra de arte original: “era precisamente este tipo de abandono del medio en cuanto tal lo que nos permitía hablar de una ruptura con la modernidad o, más exactamente, con lo que Michel Fried consideraba moderno” (Douglas Crimp: “Imágenes” en Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 185).

24 Hal Foster: “Asunto : Post” en Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 197.

25 “En la práctica artística de Juan Carlos Martínez Nadal se tematiza justamente una especie de interno cuestionamiento del propio quehacer pictórico, a través del ejercicio de la representación pictórica” (Román de la Calle: “Nadal: cuando los enigmas habitan la pintura” en Nada., La catedral, símbolo de una renuncia, Centro Excursionista, Valencia, 1998).

26 Nadal introduce, por ejemplo, en sus obras de mediados de los años noventa, una preocupación por la mirada, rastreada en una especie de cita arqueológica, en la historia de la pintura: “También encontramos, en fin, en esta exposición citaciones de la historia de las artes plásticas, donde el ojo-mirada o el observador observado –Goya, Ingres, Agnolo di Cosimo o Bronzino, “La Gioconda”…- tuvieron un destacado papel en el juego semántico-formal entre tales fragmentos de iconicidad corporal humana” (Wences Rambla: “La mirada que observa y el contemplada” en Nadal, Sala Municipal de Exposiciones, Alicante, 1995).

27 “Desde un principio, en la dialéctica del ojo y la mirada, vemos que no hay coincidencia alguna, sino un verdadero efecto de señuelo. Cuando en el amor, pido una mirada, es algo intrínsecamente insatisfactorio y que siempre falla porque –No me miras desde donde yo te veo. A la inversa, lo que miro nunca es lo que quiero ver. Y, dígase lo que se diga, la relación entre el pintor y el aficionado […] es un juego, un juego de trompe-l´oeil: un juego para engañar algo” (Jacques Lacan: “La línea y la luz” en Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis. El Seminario 11, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1995, p. 109.

28 “Lo que las fotografías intentan prohibir mediante su mera acumulación es el recuerdo de la muerte, que es parte integrante de cada imagen de la memoria” (Benjamín H. D. Buchloh: “El Atlas de Gerhard Richter: el archivo anómico” en Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter. Cuatro ensayos a propósito del Atlas, Llibres de Recerca, MACBA, 1999, p. 147).

29 Eugenio Trías: La memoria perdida de la cosas, Ed. Mondadori, Madrid, 1988, p. 120.

30  Zygmunt Bauman: Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Ed. Gedisa, Barcelona, 2000, pp. 116-117.

31 “Instalar y promover el orden significa poner en marcha la exclusión, imponiendo un régimen especial sobre todo lo que debe ser excluido, y excluyéndolo al subordinarlo a ese régimen” (Zygmunt Bauman: Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Ed. Gedisa, Barcelona, 2000, p. 132).

32 “Además (en economía), la abundancia es, por definición, un desequilibrio positivo. Es un concepto nacido justamente para eso y que no debería aplicarse a sociedades en las que se ha proclamado la victoria sobre la inadecuación entre medios y fines. Sahlins añade: “La era del hambre sin precedentes es ésta, la nuestra”; Rousseau decía: “Si no existiera el lujo no existirían los pobres”. Hay que insistir en el hecho de que la pobreza no se define teniendo en cuenta la escasa cantidad de bienes disponibles, ni la inadecuación entre medios y fines, sino primordialmente por la relación que se establece de hombre a hombre. “La pobreza es un estatuto social”” (Remo Guidieri: La abundancia de los pobres. Seis bosquejos críticos sobre antropología, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1989, p. 101).

33 “No deseados, innecesarios, abandonados… ¿cuál es su lugar? La respuesta es: fuera de nuestra vista. En primer lugar, fuera de las calles y otros espacios públicos que usamos nosotros, los felices habitantes del mundo del consumo” (Zygmunt Bauman: Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Ed. Gedisa, Barcelona, 2000, p. 143).

34 Cfr. Pierre Bourdieu: “Efectos de lugar” en La miseria del mundo, Ed. Akal, Madrid, 1999, p. 124.

35 Erich Kästner citado por Walter Benjamín: “El autor como productor” en Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III, Ed. Taurus, Madrid, 1975, pp. 128-129.

36 Cfr. Pierre Bordieu: Un Art Moyen, Ed. Minuit, París, 1965, p. 48.

37 Benjamín H. D. Buchloh: “Fotografiar, olvidar, recordar: fotografiar en el arte alemán de postguerra” en El nuevo espectador, Ed. Fundación Argentaria, Madrid, 1998, p. 77.

38 Cfr. Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 17.

39 “Hay situaciones y lugares que escapan a la exhortación de la profundidad, que se conformaron con estar en la superficie y, así, ser los reservorios del carácter global, de lo cualitativo. Lo cotidiano y su “presentismo” son un buen ejemplo. El ambiente afectivo que lo caracteriza se basa en la apariencia, en una vida para ver. En este sentido, el “voyeurismo”, en el mejor y peor de los casos, es un buen vector de socialidad. Lo cotidiano no excluye la emoción o el afecto, no los aísla en la esfera de lo privado. Los teatraliza, hace de ellos una ética de la estética” (Michel Maffesoli: El instante eterno. El retorno de lo trágico en las sociedades posmodernas, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 127).

40 Sigmund Freud: “Lo siniestro” de E.T.A. Hoffmann: El hombre de la arena, José de Olañeta Editor, Barcelona, 1991, p. 28.

41 Ángel González García: “El resto” en El resto. Una historia invisible del arte contemporáneo, Ed. Museo de Bellas Artes de Bilbao y Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, 2000, p. 50.

42 Julia Kristeva: El lenguaje, ese desconocido. Introducción a la lingüística, Ed. Fundamentos, Madrid, 1999, p. 320.

43 “Después de recordar la fábula en la que un anciano escéptico se encarga de advertir a su antiguo discípulo, convertido en rabino ortodoxo, de que en su paseo sabático están a punto de transgredir los límites establecidos por la ley, apunta Magris: “Lejos de escarnecer la ortodoxia codificada, según la retórica de la transgresión cara a los espíritus banales que creen afirmar su originalidad tirando basura por la ventanilla sólo porque lo prohíbe un cartel, el gran hereje exhorta al discípulo a observar el sábado que, sin embargo, él no respeta”” (Javier Rodríguez Marcos: “La esperanza del desencanto” en ABC Cultural, Madrid, 30 de Septiembre del 2000, p. 4).

44 Thomas Lawson: “Última salida: la pintura” en Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, 2001, p. 162.

«Un damerograma en el espacio». Pedro Nuño De La Rosa, 2005.

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La pintura lleva tantos años agonizando que –hoy por mañana-, goza de una estupenda y hasta atroz salud por su rebosante resistencia a cualquier tipo de desgaste histórico. Nunca hubo tantos artistas, competencia, modos y maneras de crear y facturar como ahora. Y cuando digo pintura, digo ahora, y cuando digo ahora y escribo Arte, que no arte, estoy pensando en el óleo, el acrílico, el grabado, el pincel y la espátula, la imagen y el icono como utilísimas referencias y herramientas con una larga tradición, pero ya no únicas, sino iguales entre sus complementarias de la fotografía, reproducción seriada, video-instalación, la perfomance, sofware, o cualquier tipo de expresión de lo que antiguamente se llamaba pintor, no hace mucho artista plástico y en la actualidad mediador de percepciones capaces de provocar sensaciones visuales del intelecto.

Nadal, el artista que hoy exhibe la galería Maliarka, es todo eso que el segmento y la polisemia del morfema –adverbio ya, representa al mediador categorizado como autor creativo capaz de ensamblar su sólida formación universitaria (conocimiento y manejo) con la especulación del investigador de unas realidades, contraposiciones, y espacios non-finitos dispuestos en su obra para llevarnos a una reflexión sobre la complementariedad de un damerograma inacabado donde la idea plástica sustituye a la palabra; o dicho de otra manera que, y por cierto, no tiene nada de contradictoria: a la estructuración del caos y, por ende, el cambio de los acostumbrados paradigmas estéticos. Figuración y Abstracción, Marcoussis y Duchamp, Malevich y Guston, Heidegger y Haberlas, y así toda una extendida simultánea de ajedrez binario caben en el formulario de Nadal. Sus figuras tachadas e impresionantes de antaño con toda una explícita carga de compromiso e ironía sobre la represión del hombre sobre el hombre en blanco y negro, dieron paso a los intensos planos en tonalidades casi monocromáticas y absolutamente geométricos, cuyas intersecciones eran las líneas del vacío  como componente articulatorio de la propia superficie pintada.

En un ahora, que es nuevo, las figuras-trazos de Nadal se cuelan desde el vacio suprematista para resurgir a la superficie estableciendo un diálogo sin concesiones al espectador entre la plástica pura y la metáfora humana.

«Ventanas indiscretas». Alicia Monteagudo, 2006.

Algo preexiste en el trabajo de Juan Carlos que me habla de la necesidad de abrir una ventana desde el interior y permitir de este modo que algunos detalles de los secretos sean revelados, que lo recóndito sea expuesto en parte tras el tamiz de la máscara, como si de carnaval se tratara, quedando cubiertos aquellos fragmentos sin oquedad que el antifaz no consiguió esconder. Primero fueron cavidades geométricas superpuestas al universo gestual, huecos de visor; es aquí donde interviene el azar o la elección de observar a través de cualquiera de las vistas que elijas: ¿quién, en algún momento de su vida, pudo resistir la tentación de mirar por el ojo de una cerradura? Esa visión nos otorga una secuencia que transita del positivo al negativo y viceversa, o bien nos obsequia con las dos lecturas al unísono, ilusiones ópticas que ya los gestaltistas supieron apreciar.
Podría hablar del paso de una nivelación armónica al contraste del aguzamiento; ésa sería, en resumen, la evolución de Juan Carlos desde su obra anterior a la más reciente. Pero también podría hablar en otros términos y relatar cómo el ángulo es ahora el elemento más representado y cómo los contornos irregulares e imprevisibles vencen a los regulares y perfectos, dando como resultado atraer la atención. Sin embargo estos términos siempre me parecieron, aunque técnicamente precisos, fríos en exceso: en el fondo siempre he pecado de ser demasiado subjetiva.
Deambulando por la Tate Gallery de Londres, In the Hold, de David Bomberg, hizo que me parara en seco. Desde aquel primer momento lo asocié con Nadal. Ahora sé que, para el autor, aquello fue el resultado del tránsito de la figuración a la abstracción (aunque bien conocen los artistas que lo verdaderamente trascendente es la obra en sí, más allá de la lucha absurda entre las diversas formas de representación). También, siguiendo con este intento de analogía, destacaría la relación con Nadal de la obra de Gordon Matta, con sus cortes a edificios y casas mediante los que consigue nuevos espacios.
Y es que, Juan Carlos, admiro tu facilidad de destrucción/construcción sin pereza; éste es el pecado capital que con más frecuencia se apodera de mí. Comentas la interacción de la pintura con los medios informáticos, mucho más rápidos; tanto, que sorprende ver el resultado sin que apenas se haya seguido un proceso temporal. Los medios informáticos son, pues, una herramienta vertiginosa, como nuestras vidas hoy, y, si es cierto que el tiempo no existe, ese camino sería el más lógico y se iría —se irá— haciendo habitual. Pero entonces, ¿donde quedan los olores y el tacto, que tanto me gustan? Se pueden generar de forma artificial, por supuesto, se puede ser un clon o un híbrido… Y lo cierto es que ya no hay marcha atrás, que el progreso dirá, y que, a estas alturas, esa dicotomía ya debería estar superada, pero el verdadero límite surgirá cuando puedan crearse las ideas artificialmente. A pesar de la plasticidad, intuyo el concepto de redes representado en una instantánea: un segundo detenido e incorporado a cada trabajo.
Lo que siempre me ha gustado más es tu lado “escatológico”, sacar partido a la mugre en beneficio del resultado. Me acostumbré con el tiempo a percibir así y, por ello, siguen pareciéndome simulacros las restauraciones exteriores de las catedrales cuyo efecto es demasiado impoluto. “Impresión de huellas por todas partes, de huellas y de restos. Unos jadeos atraviesan, tapizan el espacio. Huellas. Realidad roída.”1. Me recarga ir a tu estudio y contemplar la textura de las manchas de pintura en el suelo, que ya no es gris.


Notas
1 Henri Michaux, Las grandes pruebas del Espíritu y las innumerables pequeñas. Tusquets Editores, SA, Barcelona, 2000, p. 97.

«Pinturas del mundo flotante». Vicente Gómez, 2009.

Desde principios de los años noventa, en los que comienza su proceso creativo, la obra de Juan Carlos Nadal se caracteriza, cuando menos, por una voluntad abiertamente reconocible de modificar sus propios parámetros semánticos y estéticos en virtud de una profunda inquietud vital. Desde sus inicios, caracterizados por un fuerte componente de hibridación de lo pictórico, lo escultórico y lo fotográfico, en arquitecturas plásticas de una potentísima carga connotativa, la imagen y la mirada eran sometidas a un intenso trabajo de deconstrucción, utilizando desde el extenso terreno de la historia del arte, como en sus series sobre las Gárgolas, hasta  las referencias a la vida personal e intelectual del artista. Esa hibridación sufre su éxtasis y su catarsis, en aquellas series dedicadas a los sin techo de la Beneficencia de Alicante, donde lo fotográfico y lo objetual se convierten en dominadoras casi absolutas del espacio plástico, únicamente salpicado por el elemento pictórico para enfatizar el carácter abiertamente representativo de toda imagen.
Es por esto que pareciera sorprendente el brusco giro hacia la pura pictoricidad que marca su trabajo en el inicio del cambio de milenio; lo fotográfico y lo objetual aparecen residualmente, hasta prácticamente desaparecer del quehacer plástico; en su lugar, la referencialidad y la hibridación de lenguajes que caracterizara su trabajo anterior son sustituidos por una investigación de la potencialidad inherente al campo de la pintura mas pura, hasta elaborar un complejo trabajo plástico donde la presencia del collage es substituida por un discurso mucho mas complejo acerca de la apropiación deconstructiva  del propio collage en cuanto concepto y representación a través de la superposición de puros planos pictóricos en un ejercicio de palimpsesto continuo de diferentes planos de campos de pintura. El resultado de estos ejercicios eran piezas de pura plasticidad pictórica de una potencia visual no digerible fácilmente para espíritus delicados, pero que transcendían esa pictoricidad para formalizar cuestiones semánticas acerca de la construcción de lo pictórico y de su valor para expresar ideas como la relación entre el espacio, la arquitectura, la ciudad y el individuo.
Es por ello que “pinturas del mundo flotante”, su presente exposición, parece, de nuevo, un nuevo giro vital importante en el desarrollo y los preceptos plásticos y semánticos de Juan Carlos Nadal. La poderosa arquitectura descentrada de la cuadricula y el corte de planos pictóricos, el horror vacui, y la gigantomaquia visual, parecen recogerse en una voluntad sintética, de recesión hacia lo íntimo, de pura supeditación a la voluntad de enfatizar la calidad del puro gesto pictórico como hecho plástico y connotativo, que conecta a Juan Carlos Nadal con artistas como David Reed o Ed Moses, en su investigación del gesto como mecanismo constructivo de la arquitectura visual de la imagen. Sus ejercicios suscitan la síntesis y la contención. Como su título genérico indica, son gestos que flotan, serpentean, y se enfatizan en el puro espacio del fondo monocromo. Invitan a recrearse, a apaciguar la mirada, a flotar con ellos en ese mar monocromático de sensaciones puras, intangibles e indefinibles, que parecen el reducto propio de lo visual. Tras su trabajo anterior, Juan Carlos Nadal parece haber dado una cierta tregua al espectador, y lo invita, junto con él, a relajarse, a abstraerse, y como su título indica, a dejarse llevar, a dejarse flotar, por estas serpentinas gestuales que salpican sus últimos cuadros. Sólo puedo invitarles, como hace él, a que se dejen flotar con ellas.